1. Bajo este encanto
Esto es antes de los partidos en la calle con los chicos del barrio, no compartíamos las películas, la aventura era los viajes en bici y la pelota. La cosa era un poco así: la televisión estaba en casa, apagada, la diversión estaba afuera, encendida.
Como sucede con la tradición, la historia me antecede y me supera, excede los límites de mi relato y eso es parte de las conversaciones con mi círculo más cercano.
Empieza con una costumbre de ver cine, amarlo, copiarlo, piratearlo en VHS. Guardarlo para la posteridad y conservar la experiencia. Fascinación visual.
Empieza con Gran hermano, el tío Luis, y su máquina grabadora de películas televisadas; comprimidas unas seis horas de trilogías épicas en videocasetes dedos. El tiempo multiplicado. Un lujo al que solo podían acceder las familias como las del barrio sur de la ciudad.
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A casa llegaron estas cintas con números romanos, tapas fotocopiadas, etiquetas escritas con birome, en cajas videobox compacto. Un legado de colección que persiste.
Continúa con mañanas, siestas, tardes, una infancia de ciencia ficción western espacial, aventuras en el continuo del espacio-tiempo, los años 50 yanquis, encanto bajo el baile del océano.
Termina con la obsesión por la guitarra eléctrica.
2. Fin del Siglo
Fue en enero del 2000, una especie de año cero, justo en el corte abrupto del largo siglo XX. Hacía poco papá había cambiado el auto, el Taunus viejo azul claro llegaba a su fin. Mi vieja lo odiaba, pero si fuese por mi viejo lo hubiese usado hasta la muerte. El Ford fue el único auto con el que mi viejo chocó; él dice que lo chocaron. La plata alcanzó para un Fiat Duna blanco, un sedán 0 km., a nafta y gasoil, con pasacasete, y su novedad principal, la inclusión de aire acondicionado. Su debut fue en las vacaciones de ese verano.
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El plan era salir de Santa Fe, buscar un respiro del calor y la humedad inherentes al aire local, escaparle al verano de acá. Uruguay como destino, un recorrido maratónico por la costa, en una época donde las horas se alargaban producto de un entusiasmo palpitado como en la punta de la lengua. Nuestra guía era uno de esos mapas de tapa roja con páginas despegables, donde cada una de las partes completa un país, con sus ciudades y capitales, sus carreteras y estaciones de servicios, zonas de descanso y moteles para la noche.
Antes de llegar a la capital uruguaya, hubo descansos previos: Punta del Este, la casa-museo Páez Vilaro, dormir en casas alquiladas. En una encontramos con mi hermano una coca llena, cerrada, de etiqueta navideña, en el mueble de la cocina. Justo antes de abrirla, mamá sugirió que era mejor no hacerlo. En esos años, la coca-cola estaba media prohibida en casa. Si bien habían pasado algunos días desde las fiestas, quien sabe hacía cuanto estaba la botella ahí, en ese lugar oscuro. Con mi hermano la íbamos a tomar tal cual estaba, temperatura ambiente.
En Montevideo nos alojamos en un hotel de habitaciones enormes, situado en una esquina atravesada por una avenida larga, una calle Corrientes pero en la República Oriental. Un clásico de cualquier ciudad moderna. La idea era seguir el camino cuesta arriba, conocer más que la capital.
Las vacaciones parecen como cuando las bandas salen de gira y van escalando el camino, comparten un mismo auto, bajan sus valijas y compran algo barato para comer, encaran el día con maravilla, escuchan la misma música. La emoción de conocer la playa y bañarse en el mar. Una playa por atardecer, una casa triste en La Paloma, el gris total sobre Colonia del Sacramento, la ciudad de calles de adoquines del siglo XIX, cuando era atacada vía marítima por carabelas portuguesas. Historia amurallada para turistas europeos rodeados de casas de colores pálidos y una fortificación como único mecanismo de defensa.
El hecho ocurrió en La Paloma, una localidad tan pequeña como para recibir el nombre de balneario: arena, agua y nada más. Es curioso como la Historia agrupa las decisiones de las personas en un mismo lugar y espacio. Mamá se enteró leyendo un diario local que en esos días LOS PERICOS iban a dar un recital libre y gratuito al aire libre. Al llegar el día, una tormenta típica de estación se desató sobre la ciudad, logrando que el evento se suspenda y se traslade a la noche siguiente. Tengo imágenes en la cabeza, papá y mamá hablando con unas chicas, una de ellas quemada por el sol, la piel sin piel, la piel descascarada. No tengo memorias de la banda, ni de las canciones que tocaron.
Tenía 5 años cuando vi mi primera banda en vivo. Fue en una especie de drive-in, como esos que aparecen en el cine norteamericano. Existe un único registro, una imagen en el álbum familiar del escenario: sillas con gente como esperando el comienzo y una cortina de humo rojo cayendo sobre los instrumentos.
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Ese mismo año Los Pericos publicaron su máxima gloria, los ‘1000 vivos’, un compilado magnífico de canciones registradas en directo. Mamá, aún bajo el efecto de las vacaciones, lo compró en su versión casete, y fue gastado en los futuros viajes familiares en aquel auto, tanto que con el tiempo la cinta cedió y el objeto fue desechado.
Años después al Duna lo robaron de la puerta de casa, una siesta, después de unos días en Villa General Belgrano. Mi viejo se dio cuenta horas más tarde y quedó con los brazos abiertos en la mitad de la calle.}