Nací el 6 de mayo de 1976 a las once de la mañana en San Nicolás, provincia de Buenos Aires. Soy hija de la dictadura y de la cultura popular, comprendo al proceso militar como un hecho que marcará para siempre la historia de mi país y me pongo en fila si se trata de recordar a esos que son parte de mis muertos, de mis dolores y mis ausencias. Esta reflexión comenzará por el año 1996, cuando iniciaba mi práctica teatral; la sensibilidad, el arte y la historia comenzaban a hacer alianzas. Mi referencia política más importante es Raúl Alfonsín, padre de la democracia. Pienso en la democracia como una fortaleza de valores y virtudes humanas, entiendo que es necesario coexistir en las diferencias más que en la unificación de pensamientos y acciones.
La pobreza y todas sus características son como un laberinto del que es tan difícil salir como fácil juzgar. Sin embargo, esta clase social a la que pertenezco es propietaria de un suceso que corre libremente por mis venas, “la cultura popular”, que solo por ser producida por el pueblo es considerada buena. Los corsos, las peñas en Puerto Sánchez, los Hermanos Cuestas en la Plaza de Mayo, las ferias de libros en los clubes, el barrio y las muchachadas embriagadas de poesía son gestos que se fusionan, despiertan mis recuerdos y mis imágenes de una infancia vivida allá por los años 80 en Paraná, Entre Ríos. La escuela primaria, un centro comunitario llamado Eva Perón y el galpón donde me escondía a bailar (sí, alguna vez tuve vergüenza) eran mis lugares favoritos en el mundo.
Entre los años 80 y 90 pasó de todito, un tratamiento por convulsiones, problemas respiratorios, un abuso, pastillas, inyecciones, una psicopedagoga, la crisis económica de los 80, las pintadas con ferrite de No al Indulto en los muros de la escuela, Madonna y las pulseras de goma, los Parchís, la televisión que aterrizó en la cocina de mi casa mucho después que en el resto de las casas del barrio. Recuerdo con ternura mirar la tele desde la ventana de los Castro (una familia tan loca y disparatada como la mía). Amé a Gasalla, a la Pantera Rosa, a Sandro y la bendita argentina televisor a color.
Entrada la adolescencia, con los papitos separados y algún que otro trauma, me encontraba con el teatro, la danza, un videoclub del que no dejé películas sin mirar y el siempre amado Mtv, gracias Mtv. Por aquellas épocas nada me entretenía más que escaparme de la escuela, andar en la calle, tocar timbre y salir corriendo y los adorados cumpleaños de quince donde hacían ronda para verme bailar. En el diario una convocatoria llamaba a actores y bailarines mayores de dieciocho para actuar en un musical llamado Hormigas, yo tenía dieciséis. El director me dio varios roles para representar, y sí, claro, desde el día uno me acuerdo que pensé: es acá, esto quiero ser, me emocioné profundamente y me encerré a llorar la primera vez que actúe como si se tratara de la primera vez con un gran amor, y así fue. Por aquella época se mataba Kurt Cobain, se moría de cáncer mi amiguito Leandro de dieciséis años, mataban de un balazo a un novio de mi hermana y el sida se llevaba puesto a Freddie Mercury. Un despelote de los 90.
Ya jovencito y pensando en que nada tenía sentido, me metí a trabajar en supermercados. Trabajé tres años en Wal Mart y siete en Coto yo te conozco. Paralelamente seguía haciendo teatro,pero el trabajo para mí también era un escenario. En Coto trabajaba de noche, prácticamente solo, con un par de guardias que sólo dormían mientras yo hacía la cartelería de gran parte del supermercado, escuchaba por los parlantes Ray of light y vi desmoronarse Argentina entera en treinta televisores de distintas pulgadas en la parte de electrodomésticos, a la mierda todo, qué manera de llorar, qué dolor eran esos saqueos, vi gente correr con bolsas de carne, paquetes de fideos, alguna que otra pelotudez de juguetería y la dignidad entera aplastada por una rueda de carro de supermercado. Yo andaba en moto, en patineta y en los morrales nunca faltó el discman y algún que otro libro de poesía. Me recuerdo bastante triste, escondiendome para dar o recibir un beso y unos revolcones bárbaros a las salidas de la ciudad, donde el río guarda secretos imborrables.
Después se murió mi vieja, mi amiga Silvana, mis abuelas, Lito Senkman, que era algo así como mi papá del teatro, y yo tenía tres preinfartos pasado de falopa. Adiós sueño suramericano, la vida es terrible, dije, y me monté un multiespacio cultural durante dos años que claramente me salvaba la vida. Dos años de puro amor, llegaba Rosario Bléfari a mi casa, Juanito el cantor, Pol Nada, y unos eventos de poesía que se llamaban “Eterna borrachera”. Pero sostener un espacio cultural no es nada fácil, así que a los dos años cerré una puerta azul que daba al frente y entregué la llave a una inmobiliaria, hoy ese lugar es un jardín de infantes.
Y hace doce años, con intenciones de empezar todo de nuevo, con media docena de empanadas de jamón y queso, 300 pesos y una mochila, me subí a un bondi y me vine a Buenos Aires. Algunas personas pensaban que venía a morirme, yo sabía en el fondo que lo que necesitaba era un gran movimiento, un no saber de nada ni de nadie, un borrón y cuenta nueva, una página en blanco, y acá medio que me perdí y perdido y sin querer me encontré a mí, que no sé mucho de cómo es la vida, solo sé que cada tanto lo mejor es perderse y reconocerse al mismo tiempo, un devenir de migo mismo.