Cae la tarde y veo, desde la ventana de mi estudio, un cielo de nubes cargadas, llenas de vida, llenas de agua y promesas de lluvia. Vivo en un primer piso, en un barrio de casas bajas, hay mucho cielo y las nubes parecen acercarse a mí más de lo común. Vuelvo a escribir después de un año de silencio, años y años de textos y novelas y crónicas han quedado atrás. Escribo, ahora, y pienso en la escritura de Meli Navas, pienso y hago silencio. Borro todo lo que escribo. Vuelvo a escribir y dejó que las hormigas negras ganen la página. Las hormigas negras desfilan ante mí diciéndome: “Escribir, escribir de verdad, tirar una piedra de palabras al mundo, tirarla dentro de uno. Ver qué pasa. Escribir para inventar un espejo de tu zona extraviada. Eso es la escritura de Meli Navas”. Le pregunto a las hormigas negras de qué se trata esa zona extraviada, la respuesta llega al toque. “Un amigo es un espejo de esa zona extraviada, una novela o algunas novelas que llegan de casualidad, también esas anotaciones que se hacen al margen del cuaderno de estudio, así, como al pasar, y un día, no se sabe cómo, son más importante que todo lo que supuestamente es importante, y te señalan un caminito en el que es imposible no adentrarse”.
Las hormigas negras me hacen reflexionar. Piensan más que yo, que estoy en blanco. Debería dejarles a las hormigas la tarea de escribir sobre Meli. Lo primero que leí de ella fue su novela San Juan y España. Una novela que narra una escena familiar de años, una historia familiar, sería más preciso decir. Julieta —alter ego de Navas, 1986— cuenta en primera persona su infancia, su adolescencia y los primeros años de su adultez. La escritura es veloz y precisa, despojada de ornamentos. Julieta, a medida que crece, entiende que va a tener que enfrentar a la madre hasta para poner la mesa antes de una cena. La madre quiere todo a su manera. Incluso si se la obedece no se la complace, ella lo hubiera hecho mejor. La novela empieza con Julieta y sus padres en el mar, de vacaciones. Va y viene en el tiempo y recuerda a una tía que abusaba de los chicos de la familia, a una abuela de manos coquetas, de anillos y uñas pintadas que pasó sus últimos días con Alzheimer; recrea un evento de tupperwares en los 90, primera generación de mujeres emprendedoras que vendían cosas por su cuenta, en pleno desembarco del neoliberalismo en Argentina, o los paseos en un shopping, donde las chicas de los colegios católicos miraban pasar a los punkitos muertas de amor y luego anotaban con liquidpaper sus nombres en las carpetas. Ese gusto por el detalle —el apodo del chico amado garabateado en horas de clase, por ejemplo— aparece una y otra vez en la novela. No es decorativo ni escenográfico, y eso es algo que me gusta porque está bien logrado. La subjetividad de los protagonistas parece cifrada en esos pequeños gestos cotidianos. La trama se sostiene sobre todo en diálogos, y bien podría hacerse de esta historia una buena película de época, pero sin estas “referencias menores” ese mundo estaría desprovisto de vida.
“El final de la novela es muy hermoso —interrumpen las hormigas negras, mientras yo hago una pausa para fumarme un cigarrillo—. Porque Julieta recorre junto a sus padres las calles de Pinamar, las afueras, las casas de los ricos, con sus nombres de ensueño. Anota esos nombres en un celular, pero se le borra ese archivo. Así que al rato sus padres le dictan los nombres que se acuerdan. Están los tres, después de páginas de peleas, y amargura, y desencuentro, encontrados en la ensoñación del nombre”.
Entre tanto, las nubes se acercan más y más a mi ventana, son grises, son azules, se oscurecen porque alrededor todo oscurece, y brillan de luna en la oscuridad. Mi barrio está lleno de casas con patio y jardines delanteros. Es primavera y todo reverdece. Flores, árboles, plantas, canteros. Hay perfume de flores en muchas de estas calles. Uno se va poniendo grande y toma esas pequeñas cosas que te dan los días: el aroma de una flor, un pasaje que está bueno en un libro que estás leyendo. El color de la plaza cuando el sol dialoga con el atardecer.
Meli escribe sobre un pescadito al que sacan de una pecera para ponerlo en otra pecera. Y se pregunta qué libertad existe entre un cautiverio y otro. Estas líneas se leen en Verano, un diario de vacaciones, días de libertad y silencio, de tiempo libre y exploración existencial, días que dan paso, en las segunda quincena, a la rutina y el cumplimiento del deber. Las vacaciones terminan y la protagonista, tironeada por su trabajo en una empresa de publicidad, hace home office y se pregunta si vive en una oficina. Páginas después dice que no subraya los libros porque cuando lee lo que quiere es leer, no editar su lectura. La misma pulsión de vida que la lleva a andar en bicicleta por las noches, y no en taxi, aunque puedan robarle. Descree del disfraz de la adultez con que se visten algunas de sus amigas y del que ella todo el tiempo intenta escapar. En Verano, Meli habla de una tal Anaclara, que tiene muchos lentes, cada uno de ellos con una cualidad diferente: “Los anteojos en forma de corazón, los anteojos que no la dejan verse y también los anteojos que no te dejan verla. Hay días en que los combina, se pone unos sobre otros. Hoy está alternando tres pares. Si estamos en el sol, le digo Anaclara. Si estamos en la sombra, le sumo una h que a veces es de hermosa y otras me permite esconderla detrás de un manto mudo”.
Si en San Juan y España Meli Navas habla de la ruptura del mandato familiar, en Verano —y en textos breves publicados en medio locales como Rosario 12— se pregunta por la frontera en la que conviven las obligaciones y los deseos, el trabajo y el tiempo libre, y evoca una Meli que vive más allá, incluso, de los mandatos de su propio cuerpo y que se presenta en lo que parece un sueño. Meli Navas le escribe una carta a sus amigos escritores y les dice que a veces los ve como inmaduros, equivocados, les dice que los admira les pide que no la dejen convertirse en alguien importante en la empresa de publicidad. “Quizás quiere equivocarse, pero equivocarse bien, quiere cometer una equivocación que le ilumine la vida”, arriesgan las hormigas negras, y entiendo un poco más a qué se referían con la zona extraviada.
En este momento, en estos días, mi barrio es una tentación de plantas y animales. Hay gatos por todos lados, y zorzales que cantan hasta de noche. Me pregunto qué puedo escribir sobre las nubes que siguen ahí, volando sobre la ciudad, o qué puedo escribir sobre el barrio. ¿Qué escribiría Meli, qué escribe tan distinto a mí?
Cuando se lee, cuando se escribe, uno busca identificarse, se busca a sí mismo; también, busca algo distinto, un personaje que haga lo que uno jamás haría, una calle que nunca caminó, palabras jamás escuchadas, un sueño de palabras que te transformen para siempre. ¿Eso, en verdad, no es otra forma de buscarse a sí mismo?
—La literatura brilla cuando la zona extraviada de quien escribe llega a la zona extraviada de quien lee —me interrumpen las hormigas negras y al toque desaparecen. Por un momento las hormigas negras y yo somos una misma cosa. No sé si esas hormigas vienen de la computadora, de mi cabeza o de las páginas que estuve leyendo y releyendo para escribir esto que se termina, quizás algunas de estas hormigas ya estén dando vueltas cerca de tuyo.