Hoy no me propuse hacer nada importante, pero comencé el día de muy buen humor, y es honesto adjudicárselo al clima, que está bastante agradable y a que los auriculares inalámbricos tenían batería suficiente para el recorrido de mi casa hasta Casa Grande.
Marta estaba de mejor humor también, no sé si por el clima. Nuria me habla más cálida, como si el odio repentino del otro día hubiera sido producto de algún sentimiento feo que ella ya tenía de antes y no conmigo. Edmundo me sorprende cada día, está semana lo escuché gritar en el comedor “EL DOLAR LLEGO A MIL PESOS!!”. Las vejeces te hacen dar cuenta que lo que podés llegar a recibir no siempre es personal. Entrar a Casa Grande muchas veces se parece ingresar a otro país o a una selva tropical donde hay nuevas especies. Hay más de sesenta residentes. De a poco me aprendo los nombres, qué les gusta hacer.
Ayer Marta me contó que siempre salían los viernes y los sábados con Marcos, su marido. Los viernes iban al mismo café y los sábados variaban, pero caos siempre tocaba la Cantina Vasca. Me contó que durante meses tuvo que prepararle ñoquis todos los días. Después, durante otros meses, sólo tarta de jamón y queso.
En Casa Grande está Oscar que fue paciente durante muchos años de Marcos, uno de los residentes que pasea por los pasillos al trote, porque tiene mal de Parkinson y no controla sus músculos; y así se van corriendo pequeños chismes dentro de la residencia, como que Marta es una persona misteriosa porque no va a comer con el resto al comedor.
El mundo, Mar del Plata, un pañuelo.
Hoy nos pintamos las uñas en el pasillo junto al ventanal, y después salimos a tomar sol al patio. Hasta las 13 me pidió. Le gusta cronometrar todo.
Durante las horas de acompañamiento siento que me entrego, no sé exactamente a qué, y puedo de una vez por todas hacer el ejercicio de olvidarme de mí misma. Es importante olvidarse a veces.
Ayudarla a maquillarse es de las actividades que más disfruto, hoy justo quiso cambiar la sombra celeste metalizada por la verde agua, hacía semanas que veníamos con la misma. Hoy fue un día bueno en general para las dos.
También me dijo que el domingo me lo guardara para ir a festejar el día de la madre. Justo antes de ayer le decía a Juanga que no me veo como una madre, como si fuera una palabra en otro idioma que todavía no aprendí. Y ya voy 16 años, es decir, la mitad de mi vida, siendo madre.
Marta tuvo tres hijas y un hijo. Fue profesora de Historia y tiene 97 años. Todavía se acuerda dónde está cada una de sus prendas en una casa en la que ya no vive más. En qué cajón de qué placard. Confirmo estos hechos para que me resulten creíbles al ver a esta señora, con la piel tan frágil como un pétalo bajo el agua, tener la memoria de un rinoceronte blanco.
Me quedé pensando en la importancia de sonreírle a la gente.
No tengo dudas de que exista alguna encuesta exitosa relacionada al hecho de que si un desconocido te sonríe en la calle tu día mejora notablemente.
A veces, en Casa Grande, soy una eterna desconocida. Cada día que me ven quizá sea el primero y el último. No para mí, claro. Yo siempre les digo buen día, o buenas tardes, y a veces no me responden. Pero me miran de una manera que siento que están devolviéndome el saludo. Lejos de sentirme una traductora de la falta, lo que quiero decir es que es necesario salirse de una misma, no solo porque no estoy hecha para soportarme, sino para poder entrar en la misma sintonía de alguien incapaz. Y ser sus ojos, sus manos, sus voluntades. Y sonreírles, siempre.