Extrañaba el ruido del agua subir por las tuberías. Me imaginaba un chorro compuesto de gotas como miles de millones de ratones pequeñitos que jugaban una carrera. Pero nada, silencio en las paredes de la casa. Abría la canilla y nada. Los baldes, las regaderas, los tuppers y botellas con agua se vaciaban. Yo reducía al mínimo indispensable el consumo de agua. Dejaba de lavar la tabla de cortar alimentos, los cuchillos los reutilizaba después de pasarles un trapo, los platos sucios se iban apilando. Pero lo que no soportaba, lo que me hacía enojar hasta llegar al borde de desarrollar úlcera, era no poder tomar toda el agua que quisiera.
Al poco tiempo de la sequía supe que debía cambiar mis hábitos más íntimos. No voy a entrar en mayores detalles, despreocúpese. Pero si algo comprendí es la alteración en el orden de los valores: el agua pasó a ser el nuevo vino. Imploraba ahora el advenimiento de un Jesús a la inversa. Alguien que pudiera mutar el vino en agua, y beber todo lo que quisiéramos.
Con el paso de las primeras semanas la piel se fue resecando, al igual que las paredes de la casa. Ya no había ni un atisbo de humedad. El agua no corría por las venas de las paredes, ni debajo de las veredas. Su rumor se fue apagando. Olvidamos aquella presencia acuosa que viajaba a su velocidad (¿cuál es la velocidad del agua?) a nuestra par, sorteando distancias, atravesando tapiales, ingresando a nuestros hogares, emergiendo ante la sola voluntad de accionar un grifo. Las canillas callaron para siempre.
El polvo se apoderó de las calles. La lluvia y el río se transformaron en seres mitológicos, cosas de poetas. Añorábamos un clima como el de Macondo. Escribíamos sonetos al barro y a los mosquitos. Nos movíamos cada vez menos, con gestos lentos, amplios y suaves. Temíamos que nuestras arterias se resquebrajen. La ciudad ya no contaba con el río para diferenciarse. Era una ciudad a secas.
Nunca me acostumbré a un mundo sin agua. Muchas personas retaceaban los besos con la intención de retener humedad. Los pechos de las madres se secaban. La tasa de natalidad cayó drásticamente. Las reyertas se propagaban ante cada anuncio de un camión cisterna. La conflictividad creció tanto que hasta se produjo un Estado de excepción. Sin agua, nos encontramos al borde de la extinción. Pero la gente no murió de sed, no. Murió por el miedo, y por lo que el miedo activó en cada uno y en cada una. Porque los tejidos se resecaron: los de la piel, los de los órganos y, fundamentalmente, los que nos unían a los demás.
*texto inédito
*Nicolás Rigaudi nació en San Fernando, provincia de Buenos Aires, en 1985. Estudio Sociología en la Universidad Nacional del Litoral y Comunicación Social en la Universidad Nacional de Entre Ríos, donde está cursando actualmente la Tecnicatura en Producción Editorial. No ha publicado libros ni poemas. A veces saca fotos.