Como en la vida misma

Sumergirse en la lectura, la inmersión en las profundidades del buceo literario, es de por sí una aventura. Un arrojo hacia lo desconocido, lo indeterminado. Huelga decir que, en la literatura, más allá de algunas deshonrosas excepciones, no proliferan los spoilers como en películas o series. No es tan sencillo escuchar en una conversación random o ver en un reel de Instagram lo que le va a pasar a Emma Bovary, por decir. Bueno, salvo en las adaptaciones cinematográficas, pero eso es harina de otro costal. Cada página nueva, un misterio. Generalmente, es la regla. Pero, ¿qué pasa sí gozásemos de la posibilidad de intervención directa sobre el texto? O sea, siempre de alguna manera nuestra lectura es activa e intervenimos sobre el texto, sobre eso chamuyó un ejército de semiólogos y comunicólogos. Pero el camino está trazado, la capacidad de decidir el curso de la acción del protagonista es nula. Seguimos la huella que el escritor nos dejó. Somos turistas de lectura, disfrutando los paisajes escritos y dejándonos llevar por el acaecer. No hay compromiso con la suerte de los hechos. Pero, ¿y sí hay más de un camino? ¿Y si pudiésemos elegir? ¿Si pudiésemos ser, en lugar de turistas, exploradores muñidos de indumentaria color caqui que se hacen camino a machetazos decidiendo nuestra suerte a cada paso, a cada página?

Existe una colección de libros, cuya edición en español cumple cuarenta años (como quién suscribe), que se encuentra incrustada en la memoria emotiva de aquellos que transitaron infancias entre mediados/fines de los ochenta y principios de los noventa. Los “Elige tu propia aventura”. ¿Quién no tuvo uno? ¿O leyó uno en alguna ocasión? Su formato de tapa dura, una tipografía identificable al más sencillo y veloz golpe de vista, sus magnificas ilustraciones. Me encantaban las ilustraciones. Mi preferido de los dibujantes era un tal Paul Granger. El tipo ilustraba algunos de los libros que más me gustaban de la colección como “El misterio del escudo escocés”, “La cueva del tiempo”, “Guerra contra el amo del mal” o “El misterio de la casa de piedra”. Un crack.

De entrada nomás, apenas abrir sus tapas duras de color blanco con una ilustración enmarcada, te espetaba antes de arrancar la lectura: “¡Advertencia! Tú y solo tú eres el protagonista central de esta historia”. Pavada de responsabilidad. Me da ansiedatt, diría el perrito del meme. ¿Cómo que soy yo? ¿Y solo yo? ¿Y el escritor? ¿Se quedó corto de ideas? De hecho, cuenta la leyenda (bah, una nota que leí en internet), que al tal Edward Packard que creó estos libros se le ocurrió la idea narrándoles cuentos antes de dormir a sus hijos. Al ir esmerilándose su creatividad, tal vez vencido por el cansancio o por el aburrimiento de la repetitividad que infantes demandan, les tiraba “¿Y ustedes que harían?” Y la narración así viraba hacía destinos insospechados en el ditirambo de la interactividad.

Aventura, de por sí, implica un arrojo hacia lo desconocido, reiteramos caprichosamente. “Las posibilidades son múltiples; algunas elecciones son sencillas, otras sensatas, unas temerarias… y algunas peligrosas. Eres tú quien debe tomar las decisiones”. Como la vida misma. Decidir, lo que nos hace humanos. No había un solo modo de encarar la lectura de estos libros (como la vida misma…). Yo creo que había que jugársela. Pero bueno, a diferencia de la vida posta, acá sí te amasijaban tenías otras chances. De volver a empezar. Y la cosa sería diferente. El libro solía castigar al lector temeroso que iba siempre a lo seguro para escapar a la muerte violenta. Generalmente terminabas a los quince minutos con gusto a poco.

Juliana dijo que podrían clasificarse los distintos tipos de personalidad de acuerdo al modo en que leíamos los “Elige…”. Me pareció tan buena como acertada dicha sentencia y me disparó a la especulación tipológica.

¿Qué le pasa, por ejemplo, al eterno procrastinador, cuando no le queda otra que decidir para seguir leyendo? Se trata de ceder al impulso. Sin decisión no hay lectura, sin voluntad no hay final. Aquí hay que estar un poco loco. La decisión es un instante de locura, escribió Kierkegaard. Creo que escuché por ahí. Un salto al vacío que abre otra línea temporal que se desarrolla en paralelo con las otras, que hubiesen implicado las distintas decisiones, sin tocarse. Es la lección que nos legó Volver al Futuro. Hoy le llaman multiverso.

También está el lector empedernido y exhaustivo que quiere leerlo todo, agotar las opciones, explorar toda y cada una de las alternativas. Es el que luego de cada final volvía hacía atrás para leer los otros desenlaces. Aún escogiendo aquellas opciones que no eran las deseadas en pos cubrir la totalidad de las páginas leídas. Ese es el que vuelve a su casa luego de haber salido, para corroborar si efectivamente apagó el calefón cuando se va a ir de viaje.

El que se enoja porque la opción que hubiese elegido no es presentada en el menú de alternativas, aún a costa del propio argumento central del libro. “Me enojé porque yo quería salvar al presidente de la compañía en ¿Quién mató al presidente?”, me dijo Marcelo. Y bueno, todo no se puede (como en la vida). Hay algo ahí del deseo de lo imposible. Del capricho.

A mí, que me fascinaban las ilustraciones, que ya había disfrutado de antemano, a la hora de leer trataba de escoger aquellos caminos que imaginaba podían incluir las imágenes qué más me habían impresionado, de modo de disfrutarlas ya no solo por su dibujo sino de comprender su contexto. ¿Cómo obraría un ser que desea encontrarse con un tigre dientes de sable en una caverna a la que entró de puro al pedo que andaba?

Algo en ese novedoso formato de interacción lectora preanunció lo que serían en el mundo de los videojuegos, las llamadas aventuras gráficas de los noventa. Ahí donde se rompió la linealidad de las plataformas y uno podía andar por aquí y por allá tomando decisiones: adonde ir, con quien charlar, que decir, que objeto tomar, con cual combinarlo, etc. Eligiendo.

Ahora con toda esta onda retro-nostálgica de que los ochenta y noventa fueron lo mejor del mundo, volvieron. Claro que hay zombies y los colores son más brillantes. No los toqué, pero me la juego a que las tapas son más blandas. Que se yo. No es lo mismo. Segundas veces no son tan buenas (salvo Terminator). Los miró de refilón, en las librerías comerciales, expuestos ahí en un gran anaquel como la gran novedad. Finjo indiferencia ante la mirada vigilante de la vendedora. No vaya a ser que me venga a preguntar que necesito. Otra vez. No se si los jóvenes y niñeces de hoy se engancharán con esto, no llevan auriculares. No responden al tacto. No se puede scrollear.

Elijo terminar estas líneas aquí, pero este es solo un final entre 32 finales posibles.