A la mañana cuando desperté me hice el mate y lo puse en mis brazos para cargar la tarjeta. Los días de calor sofocante habían quedado atrás, y ahora estábamos en la humedad de las lloviznas y los rayos de sol. Hice todo el camino despacio, agradeciendo las baldosas rotas de mi barrio, la vegetación, la fauna de nuestras miradas en este trozo de ciudad. Quizás me engaño, pero en esos momentos siento que todos estamos tranquilos. No solo yo, sino todos quienes conformamos por ese tiempo el derredor. Quienes no estamos en la escuela o el trabajo, y nos dejamos ir en los mandados y las veredas. Esos mundillos son cofres de belleza, a los que no llego siempre ni de todos los modos pero en donde me encuentro afortunado y gozoso.
Después fui a la escuela, y cuando llegué tuve dos grados mínimos, menguados por la lluvia de la mañana. Con el primero jugamos a escribir con unos naipes donde hay, juntos, animales y libros. Pero con el que siguió nos pusimos a leer un cuento, porque el aguacero y la cantidad que éramos se prestaba para conocerlos desde allí. Todos sonrientes y dispuestos, atentos a lo que haríamos. Los estudiantes anteriores les habían dicho que íbamos a copiar un montón para poder engañarlos y aliviarlos al entrar, al mirarme y al preguntar. Con ellos leímos uno de los relatos que más adoro de nuestra preciosa literatura infantil argentina, y al que hace tiempo no regresaba. Un cuento que escribió Gustavo Roldán en los primeros años de la última democracia, “Como si el ruido pudiera molestar”,donde los animales del monte asisten, juntos y desconcertados, a la muerte del tatú. La historia se sostiene apenas en dos o tres mecanismos. La conversación de los niños animales con don Sapo al borde del río, donde ellos no entienden qué será morir y él les explica con los recuerdos acerca de aquello que emocionó y encendió al viejo tatú durante su vida. El viento entre las hojas, la forma en que trae y se lleva las penas de los animales y enmarca el pequeño acontecimiento de ese día. La escena del corazón del cuento en que el tatú siente frío, pide ir a su cueva, cierra los ojos y muere. Como educador y lector, siempre agradezco a Roldán la sinceridad de esa escena donde desde hace décadas hace tibio lugar a la muerte en nuestra literatura a través de unos pases que alcanzan sencillez y profundidad.
Antes de leerlo temí lastimar algo de la ternura que veía en los rostros de este grado que recién me encontraba. Aún no me hago a la idea que puede haber caras distintas cada año, aunque muchas veces oí de pequeño que nosotros no nos quedaríamos sin trabajo puesto que niños habría siempre. Todavía sopeso la carga de esa afirmación, su multiplicidad a través de las aulas y los años. Confié mientras lo elegía en las conversaciones silentes que la literatura sostiene entre las personas, pero también en la necesidad de presentarnos, el taller y yo, desde esas latitudes. Leí despacio, tratando de colocar en mi voz la tranquilidad que el sapo tiene para con piojos y corzuelas. A ellos les pareció relajante y calmo.
A la salida hice unas cuadras de tierra y nos mandamos mensajitos con el Nico Indelángelo y lo acompañé a repartir unas mieles hasta donde Jime y Eva. Durante días no veo a nadie, y de repente me encuentro con todos o lleno cada huequito de mi jornada a través suyo. Me acuerdo y me olvido, simultáneamente, que existen. Me dio mis mieles, me dejó en casa de Noe y Juan y celebramos el cumpleaños de su pequeño. Desde la escuela ya estaba feliz pensando en esta visita, en encontrarme a la Alfon, probar las recetas que habían preparado con una dedicación que hacía apenas unos días había podido atestiguar con orgullo y simplicidad: nunca creí tener amigos, no estaban en mis planes cuando era pequeño, y todavía ahora en mi adultez veo cada una de sus presencias como apariciones, milagros, hallazgos en los cuales aprecio y guardo en mi corazón cada pasaje a su intimidad que me otorgan. Sin quererlo, me acuerdo mucho de las anécdotas, dónde estábamos, qué vimos, qué hacíamos, qué dijimos. En esos recuerdos la vida nunca es grandilocuente, sino que tiene una escala más precisa y acotada. La dimensión justa y necesaria para que nos suceda todo cuanto pueda pasarnos. No se diferencian allí los sucesos más graves o importantes de otros, sino que siento puedo recordarlos por igual y saber cómo tradujo aquello la vida, qué sitio le dio, cómo nos colocó allí.
Fue esa, de hecho, una tortura hermosa de estos días mientras te despedíamos. Acordarme de cada vez que te vi, todas o casi todas, porque todavía no sé si estos días me traerán alguna más. Me alegra y llena que el día de tu muerte haya sido una fecha así como la cuento -y la cuento para guardarla en mi corazón- llena de carisma en mi vida. Haber contribuido a que la existencia sea ese día esponjosa y amorosa mientras te ibas. No sé si te habrás deshecho mientras dormía o cuando desperté y tardé en levantarme, arremolinado en las sábanas. Mientras hacía el mate en la diminuta cocina del Paraná XIV, la de mis abuelos. Mientras corría la tiza sobre la pizarra y ponía, con mi mejor cursiva, las consignas del día. Alguna de las tantas veces a lo largo del día en que cerré los ojos, en que me sentí privilegiado, en que besé la cabeza de Piero, a cuyos padres, mis amigos, agradecí infinitamente su presencia el día después cuando me quedaba ahí en los costaditos de tu velorio, un poco temblando, otro tanto confundido por tu partida.
Con cada uno de los que venían nos abrazamos sin decir nada y sin hacer ruido, como si el ruido pudiera molestar. Incluso las lágrimas que tuve ese día o este vacío, este sopor que nos acompaña todavía, incluso este dolor es dulce. No creo el cuerpo sea una cáscara aunque se le parece. Pero no, no puedo ser una cáscara o habría que volver a entender qué son las cáscaras porque esta está hecha de un material muy fino y delicado, preparado en capas y capas de tiempos sucesivos para poder tocarnos, oírnos, atravesar la tela de los ojos…. Todo lo que tenemos. Vestiduras de estrella, mirlo, jazmín, rocío para guardar dentro suyo hechos maravillosos, anuncios tardíos de los ángeles. Cáscaras los cuerpos, pero sin adentro ni afuera. Vestiduras las nuestras, pero sin ningún cuerpo. Cuerpos los nuestros, pero hechos de misterio, carne invisible, nombres de ensueño. Efímeros no nosotros sino el mundo y el tiempo al que nos dedicamos, pacientes e irremediables, a deshojar.