La moda argentina se encuentra en un momento fascinante. Como un organismo vibrante, se expande, se transforma y se reinventa con una energía que contagia. Las nuevas tecnologías, la democratización del acceso a la información y un público ávido de propuestas frescas han creado el caldo de cultivo perfecto para el surgimiento de una nueva generación de emprendedores que buscan dejar su huella en este universo tan competitivo.
Sin embargo, esta efervescencia, que en principio resulta alentadora, también ha traído consigo ciertos excesos. Me refiero, concretamente, a la proliferación de jóvenes que, armados con poco más que un puñado de ideas y un taller externo que materializa sus diseños, se lanzan a la conquista del Olimpo de la moda con la convicción de que están llamados a “revolucionar la industria”.
Entiéndaseme bien, no pretendo desalentar el emprendedurismo ni la ambición. Todo lo contrario.
Creo firmemente que la pasión y la autoconfianza son combustibles imprescindibles para cualquier proyecto creativo. Pero existe una frontera sutil, y a menudo difusa, que separa la sana ambición del ego desmedido.
Resulta paradójico, por no decir irrisorio, observar cómo algunos de estos jóvenes “diseñadores” –permítaseme el uso de comillas–, con apenas un par de colecciones en su haber, se atribuyen la capacidad de “poner a la Argentina en lo más alto del mapa de la moda”. ¿Con qué herramientas, con qué trayectoria, con qué conocimiento del complejo entramado que sostiene esta industria?
Es cierto que la moda, a diferencia de otras disciplinas artísticas, se nutre de una inmediatez que puede resultar engañosa. La velocidad con la que se consumen las tendencias, la vorágine de las redes sociales y la necesidad de estar constantemente generando contenido crean la ilusión de que el éxito se alcanza de la noche a la mañana.
Pero la realidad, como suele ocurrir, es bastante más compleja. Detrás de cada prenda que admiramos en una pasarela o en una revista hay años de trabajo, de investigación, de experimentación y, sobre todo, de un profundo conocimiento del oficio.
La moda argentina cuenta con una larga y rica tradición, forjada por talentos que han sabido combinar la creatividad con la excelencia técnica. Desde pioneros como Paco Jamandreu hasta nombres consagrados como Gino Bogani, Cora Groppo y Martín Churba, la lista de diseñadores que han dejado huella en nuestro país es extensa y diversa.
No olvidemos tampoco a aquellos argentinos que han triunfado en el extranjero, como Adriana Piorazza al frente de Moschino. Su talento y su visión son una muestra irrefutable del potencial que existe en nuestro país.
Frente a este panorama, la actitud de algunos jóvenes “diseñadores” resulta cuanto menos ingenuа. Confundir el entusiasmo con la arrogancia, la intuición con el conocimiento y la visibilidad en redes sociales con el reconocimiento profesional son errores que pueden costar caro en el largo plazo.
La construcción de una marca sólida y con proyección requiere mucho más que un buen instinto y una campaña de marketing efectiva. Exige formación, perseverancia, humildad y, sobre todo, una profunda comprensión del oficio que se ejerce.
Insisto, no se trata de desalentar a las nuevas generaciones. Al contrario, es fundamental que aporten su energía y su visión al mundo de la moda argentina. Pero es necesario que lo hagan con los pies en la tierra, con respeto por quienes los precedieron y con la conciencia de que el camino hacia el éxito es largo y requiere de un esfuerzo constante.
La moda argentina tiene un futuro prometedor. Pero para que ese futuro se concrete, necesitamos construir sobre bases sólidas, con profesionalismo, con humildad y con una visión a largo plazo. Solo así podremos consolidar una industria que sea capaz de competir en el ámbito internacional y de dejar una huella significativa en el mundo.