Desde la torre

¿De qué estarán hechos los sueños? ¿Una suerte de algoritmo revincula recuerdos, deseos, anhelos, temores en una trama mediante la cual el inconsciente nos quiere decir algo que debiésemos interpretar? ¿O puro bolaso nomás? ¿Y el montaje visual de los mismos? O sea, su producción audiovisual ¿hasta qué punto existen esas imágenes? ¿Hay partículas proyectadas en línea recta u ondas de la luz que se propagan en múltiples direcciones e interactúan con la materia para hacerlas posibles? ¿La luz tiene memoria? Una vez leí que en el cerebro se encontraba la dimetiltriptamina (DMT), esa potente sustancia psicoactiva que se encuentra en la piel de los sapos del desierto de Sonora con la que el Don Juan de Castaneda se pega alto viaje (y Homero Simpson también), y que se liberaba en pequeñas dosis cuando soñamos, produciendo la alucinación onírica. Vaya uno a saber.


La cuestión es que en un colectivo soñé que jugábamos al ring raje en este edificio bestial que está en Santa Fe, cerca de la terminal de ómnibus, que leí que estaba influido por la escuela arquitectónica denominada brutalismo. Era niño, los años dorados. El edificio era infinito, incoherente, pleno de pasadizos y escaleras por todos lados y hacia todas las direcciones, laberíntico, con puentes y túneles pendientes de la nada que conectaba ambas torres que las conformaban. Tocábamos un timbre y salíamos disparados, centrífugamente. En algún momento, el vértigo y frenesí de la sucesión de timbrazos y escapes era tal que corríamos el riesgo de ser descubiertos por algún vecino al que ya le habíamos tocado el timbre hace un rato, al pasar nuevamente de manera involuntaria por esa puerta. Éramos las bolitas de un pinball.


Albertito aún no era Beto, pero ya tenía largas rastas que escondían su risa ronca y pícara. A veces, a lo lejos, muy lejos, por el retrovisor de la visión periférica, veíamos a alguien salir de sus cuevas modernas, apenas asomándose por el umbral de la puerta, como en cámara lenta, en franco contraste con la velocidad de nuestros movimientos. Nunca tenían rostro. Solo el contorno calvo de sus cráneos, como esos maniquíes plateados que habitan las vidrieras de las tiendas de ropa.


En una de esas fugas detuve mi carrera en el medio de un puente que conectaba las dos torres. De repente, debajo del piso sobre el que estaba parado no había más que metros de vacío. Pensé que un ave podría estar volando debajo de mis pies y me pareció una idea loca. Me acerqué hacia la pared vidriada del puente-túnel para contemplar la vista. Se veía gran parte de las ciudades de Santa Fe y, enfrente, los edificios de Paraná. El río Paraná era como un gran pulpo marrón cuyos tentáculos acuáticos constreñían por todos lados el trazado urbano, amenazantes. Daba la sensación que un solo baldazo de unos cuántos litros bastaría para que el río se rebalse y el agua lo arrase todo. Las orillas prontas a abismarse. Sentí un temor con ribetes nostálgicos. Una acechanza.


Desde la torre vi el puente que cruza el río Colastiné y recordé la historia esa del colectivo que se cayó y hundió allí, en los años ochenta tal vez. Había escuchado esa historia de niño y por eso el Colastiné siempre me había dado miedo. Un río temible, oscuro, siempre amenazante de tragarse todo aquello que le falte el respeto. Solo los lugareños conocen sus códigos y el lenguaje para comunicarse con él. Aun así, a el río poco le importaba.


De repente mi mirada hizo un zoom y lo vi. Allí estaba. El colectivo. Venía rápido (muy rápido) y bandeándose de un lado a otro. Totalmente fuera de control. Por un instante sentí al Colastiné estremeciéndose como un depredador listo para atacar. Mi piel se erizó. Vi las barandas ceder al embate del frente del colectivo. El ruido metálico de la parrilla abollándose contra el barandal. Enseguida el colectivo estaba suspendido en el aire, como detenido en el tiempo, siendo observado por mi desde la torre antes de hundirse para siempre. Parecido al auto de Thelma y Louise luego de arrojarse por el barranco (alto spoiler pero ¿Quién no la vio?). Ese instante de pausa (la suspensión) le dio espacio a la irrupción de la tristeza. Tristeza por esa gente que nunca más volverían a ver la superficie. Se ahogarían, que muerte horrible, en medio de desesperados y vanos intentos por escapar del colectivo que los impulsaba con fuerza hacia el barroso lecho del río. Allí en la oscuridad. Donde los rayos del sol no llegan. Llegué a sentir tristeza por los familiares de aquellas personas, inclusive. Tal vez, alguno de ellos, eran víctimas de mi ring raje (ligera sensación de culpa). Pensar en madres y padres, abuelos, hermanas, madrinas y las fotos del bautismo un poco descoloridas en portarretratos sobre alguna cómoda o un modular. Hubo tiempo hasta para eso. Incluso, y esto es un poco extraño (las cosas suelen ser extrañas en los sueños), sentí también una especie de tristeza (que no era tal, pero sí algo que se le emparentaba) por el vehículo, el colectivo. ¿Puede uno ponerse triste por una maquina? ¿Un objeto mecánico inanimado que solo entra en movimiento gracias a la acción humana y el funcionamiento de un motor y un complejo mecanismo que lo hace andar?


De pronto, un parpadeo. Y listo. Ya no había rastros. Ya nada se veía de él, sumergido. El “splash” debió suceder en el momento exacto de mi pestañeo. Ahora el agua del río yacía mortecina y calma. Había pasado la digestión. Hasta aquí había sido un espectador puro, un observador, pero ahora mi físico me convocaba. Nuevamente estremecimiento. Sentí la humedad en mi cara, comenzaba a mojarse. Esto de repente, fue muy rápido. Un blitzkrieg, fulminante. Era agua que fluía con fuerza hacia mi cabeza, me entraba por la oreja, me generaba una picazón. El agua ya cubría mi rostro, cerré los ojos instintivamente, mecanismo de defensa. El agua cambiaba de dirección, se movía, buscaba mis cavidades. Era como si tuviese vida. Y quería entrar en mí. Ahora penetraba por mi boca y me subía hasta la nariz. Era un chorro, potente y uniforme. Tan fuerte que hasta me generaba algún dolor (leve). De repente, su fuerza cedió y el sonido (¡Fshhhhhh!) que había acompañado la propulsión también se iba apagando. Estornudé y revolié la cabeza como un perro que quiere secarse. Albertito reía a carcajadas, con el cuerpo echado para atrás. Su risa, aunque más estruendosa, seguía siendo ronca y pícara. Ya no-todavía no (acá el tiempo va en múltiples direcciones, como niños escapando de un anárquico ring raje) tenía rastas: ahora tenía rulitos. Bucles castaños daban cuenta de un incipiente afro que dejaba al descubierto su frente (amplia). Sostenía con su mano derecha un sifón recubierto por una canastita de plástico naranja, ya vacío, de cuyo pico azul todavía caían las últimas gotas. Al lado de su pie izquierdo se encontraban invictos los otros tres sifones que el sodero había dejado en la puerta del departamento, junto a una papeleta rectangular de cartón rosado, apretada entre los sifones (podía verse que estaba escrita a mano con birome azul). 11 “J”, decía el cartel rectangular de la puerta del departamento (contrafrente). No llegué a quejarme, ni a esgrimir una palabra, que volvió a tocar el timbre. Salimos disparando.