Diario de una separación

1.
Me enamoré de tu corazón tierno y de tu voz cantando a la par de las canciones en el auto. De cómo pegaba el sol en tu perfil al atardecer, de tus pelos en el pecho juntándose con los de tu barba y de tus labios marcando el punto de fuga al que iba a morir todas las veces mi mirada. Me enamoré cuando te escuché hablar de los tuyos. Todas las noches en las que usaba tu respiración de guía y leíamos tirados en la cama y también las mañanas en que robábamos el tiempo singular a nuestras obligaciones para estirar con la alarma de a cinco minutos el plural inventado.

Me enamoré de la misma manera en qué se forman las tormentas de verano, llegó primero el silencio que antecede la calma -la quietud sobrenatural de la expectativa- y cuándo me quise dar cuenta la lluvia había empapado todas mis cosas y estaba solo en la playa. No dejé de amarte nunca y quizá nunca deje de hacerlo, pero ahora me toca irme del nosotros y dejar de intentar reconstruir nuestra historia para entender de una vez la mía. En amarte perdí mucho de lo propio, arranqué pedazos de mi cuerpo y quién me encuentra, hoy, lo hace luego de seguir el rastro sangriento del daño.

El presente me encuentra cómo único sobreviviente del peor de los naufragios.
Estás muy cerca del dolor y es necesario que tomes distancia. No hay nada más para ver acá, la película termino y tenés que irte del cine. ¿A quién le estoy hablando en este momento? ¿A lo que fuiste o a quién pensé que eras? ¿A lo que sos cuándo no estamos juntos? No hay posibilidad de dialogo cuándo lo que prima es aguantar la respiración cuando sube la marea. Las preguntas se acumulan y nadie responde del otro lado, solo un eco rebota solo, fantasmagórico y sin sentido: ¿Quién muere cuándo muere el amor? ¿Quién mató a este amor tan hermoso? ¿Quién soy si no soy quién te ama? ¿A quién mierda voy a amar hoy?

Hay un dolor egoísta que queda cuándo se rompe la costumbre, cuando la rutina desaparece, se evapora y queda solo la ausencia (quedo solo con tu ausencia). En un parpadeo la ciudad se transforma en un campo minado de lugares que no tengo que pisar, calles por donde no debo pasar y un poco más arriba, o más adentro, el mapa emocional de los territorios que fueron importantes, los espacios que marcaron nuestra historia, la lista interminable de lugares dónde jugamos a ser uno.

Tengo que entrenar la mirada para hacer algo diametralmente opuesto a lo que venía haciendo, dejar de buscarte y encontrarte, bajar la vista espantado cuando aparece en el ángulo inferior de mi visión, se asoma a mis pupilas y entra a la foto, el rastro más pequeño de tu recuerdo. Tengo que dejar de hacerle caso a mi cabeza y adelantarme por una vez al auto boicot. No estás ni vas a estar. Dos golpes en el vidrío y una frase: tenés que dejar de hacer esto.


No hay un manual que me ayude a transitar este momento, que me diga cómo se franquea la tristeza. La literatura se queda corta, no llega, no hay forma que llegue, pero aún así tengo que intentarlo. Voy a hablar del dolor igual que hablaría de un cuarto. Hoy el dolor es un espacio físico dónde me encuentra el presente. Espero que escribir le de orden a mi cabeza, no tengo más herramientas que esta. Escribo para extirpar el dolor del pecho. Uso mis palabras como un bisturí filoso y hago cortes por doquier con precisión milimétrica; soy en simultáneo paciente y cirujano. Tengo que monitorear mis signos vitales y confiar en el pulso certero de mis manos. El problema es que el olor a sangre quemada mezclado con desinfectante llena la habitación y nadie me ve llorar desde el otro lado de vidrio. Voy a escribir hasta que se cauterice la herida y al tacto ya no sienta más que la cicatriz.