En una semana hay que empezar a trabajar. De nuevo. Ir al campus, enseñar las clases, pasar por la biblioteca, quedarse sentado en silencio en las reuniones del Departamento de Lenguas Romances mientras otros discuten las amenazas que la Inteligencia Artificial presenta al aprendizaje, escaparme a nadar en la pileta donde, en el andarivel de al lado, se preparan los futuros medallistas olímpicos mientras yo, con todas mis energías de un tipo de 48 años, trato de mejorar mi estilo crawl. Hay que salir de casa, entonces, con mayor regularidad y a horarios fijos.
Un amigo me comenta que en los próximos días las temperaturas van a bajar mucho. Que durante una semana en Indiana va a estar más frío que en la Antártida. Supongo que la segunda afirmación es una broma, pero no voy a hacer nada para comprobarlo. La coincidencia del inicio del trabajo y el comienzo real del invierno no me agrada para nada. Decido mirar el pronóstico del clima para los próximos 10 días y descubrir que mi amigo, como casi siempre, exagera. No es el caso. Mirar el pronóstico es una costumbre adquirida. No la tenía cuando vivía en Rosario y ni siquiera cuando estuve 4 años estudiando en Nashville, en el Sur de los Estados Unidos, donde el clima era templado. Pero acá en el norte de Indiana controlar regularmente el pronóstico del clima es algo tan natural como sonreír cuando te cruzás con alguien caminando en la vereda. No es un gesto de amabilidad sino una forma de decir acá estoy, y te estoy viendo.
En el norte de Indiana hay que mirar regularmente el clima porque el pronóstico puede traer cambios radicales. Más en invierno. Una tormenta de nieve puede hacer que tu rutina diaria se transforme en una carrera con obstáculos. El principal obstáculo sos vos, claro. Ponerse la ropa necesaria para no tener tanto frío, sacar la nieve con la pala para poder entrar el auto, manejar con cuidado evitando frenar de manera violenta en una intersección congelada, dejar el vehículo estacionado con los limpiaparabrisas levantados para que no se peguen al vidrio, jamás resbalarte y romperte la espalda camino a tu oficina. Todo eso requiere tiempo, paciencia y planificación. Todo esto es un arte. El arte del invierno. Un arte de perder como todo arte que valga la pena. Por eso miro el clima ahora y veo que la semana próxima, la semana entera, la temperatura va a oscilar entre los -25 y los -12 grados. De lunes a viernes. Todavía faltan 5 días para que llegue esa masa de aire helado y no sé muy bien cómo esperarla. En realidad, no sé cómo se espera el frío porque no sé cómo se espera algo que no existe.
Cada día que pasa, la promesa del ártico se acerca. No voy a comprar sal para derretir la nieve. Tampoco voy a revisar los neumáticos del auto. Y mucho menos voy a testear la calefacción. Ante tanta frialdad anticipada, necesito algo de improvisación. El frío, entonces, te puede volver un tipo aún más rutinario y aburrido. El frío, así visto, también tiene mucho de ritual. Las acciones se tienen que realizar siguiendo una liturgia preestablecida porque sí no, el gesto no tiene ninguna finalidad, los dioses no te escuchan. No soy un tipo religioso, pero sí me considero alguien apegado a las rutinas. Para escribir, para trabajar, para cortar el pasto o sacar la nieve necesito un grado de planificación y orden, una disciplina suave. Pero la anticipación al frío es algo que me supera. Tan solo a través del teléfono puedo acceder a información exacta, en tiempo real, con una precisión alarmante, que me muestra en una imagen de radar cuando va a empezar la nevada, de qué forma me va a afectar y si mi casa, ese puntito azul en el mapa, va a estar justo en el centro de la zona de precipitación máxima. Todo eso sin salir de mi cocina, mirando a través de una pantalla minúscula, mientras podría estar afuera, haciendo algo con tanta nieve que cae y se acumula. No hacer proyecciones, sino hacer algo. Ponerse a leer podría considerarse hacer algo.
Leo en un libro hermoso sobre el invierno done se dice que en el American Boy’s Handy Book (un manual con actividades para niños norteamericanos sin mucha imaginación) de 1882 se ofrecen instrucciones no solo para hacer un muñeco de nieve, sino además para armar un búho y un chancho de la misma sustancia—para este último es imprescindible utilizar ramas fuertes para las patas a las que imagino cortas. Según algunas estimaciones de este manual, se necesitan no menos de 100 billones de copos de nieve para construir el típico muñeco de nieve norteamericano que espera de pie la llamada del deshielo. Me acuerdo de inmediato del libro de Francisco Bitar, La leyenda del muñeco de nieve, un libro que me gustó mucho. Le comento en redes sociales este dato a Bitar y me responde, con la alegría que siempre me da su escritura “Amigo, esto es buenísimo.” Dejo a Bitar y vuelvo al libro sobre el invierno.