Miro el celular. Leo que el aire del Ártico comienza a dejarnos. No pregunto hacia dónde va porque no me incumbe. Lo que sé es que la temperatura no va a ser tan baja como la semana anterior. Supongo que esto podría considerarse una mejora. Después de cinco días viviendo con una temperatura máxima de 10 grados bajo cero, que hoy jueves por la mañana se anuncie que en algún momento de la jornada vamos a llegar (¿quiénes? ¿cómo?) a menos 3 se siente como una primavera artificial, irreal, engañosa, como toda primavera. Como cada una de las primaveras que viví acá en Indiana.
Debido al leve cambio en el clima, la gente en el barrio comienza a salir a la calle. Mayormente dejan sus casas y caminan. Y acá empieza el malentendido del frío. Los vecinos vuelven a pasear sus perros por las veredas que todavía están tapadas de nieve. Se camina en ellas como se sube a una duna. Justo cuando estás golpeando con la pala una masa informe mezcla de nieve y sal, es decir, del cazador y su presa, un vecino pasa a tu lado y te saluda. En realidad, primero llega el perro, después la voz y más tarde la cara. El perro está feliz afuera, mueve la cola y el resto del cuerpo la sigue sin detenerse un segundo, en el pelaje se puede ver un pespunte blanco de copos que ritman su felicidad.
Ahora que el frío lo permite, el hombre decide entablar una conversación con vos, cortita ella y cortés él porque el animal tira de la soga y quiere seguir su camino. Ahí está por llegar su voz, pero antes lo vas a ver. La cara del vecino es una cara de frío. Hay algo en el rostro que siempre se arruga por la temperatura tan baja. Los músculos faciales se contraen. Las cejas, la boca, la nariz siempre roja, el pelo aplastado contra la cabeza por los 4 días en que esa persona necesitó usar el gorro para salir a trabajar. Los ojos apenas se ven y de la barba colorada cuelgan dos hilitos húmedos que pronto se van a congelar.
Habla el vecino. Me dice algo y no le entiendo (mi vecino es de Nueva Zelanda y su acento me confunde) pero le respondo con lo que supongo es el centro imaginario de la conversación, de todas las conversaciones durante el invierno: ya no hace tanto frío, qué bien que estamos ahora, la semana pasada fue un horror, el perro se ve feliz, tengo que limpiar la vereda.
Mi vecino ahora se va, veo que el perro se detiene antes de doblar la esquina y mea sobre donde debería estar el pasto pero ahora solo hay un bloque blanco. Deja un trazo amarillento. Bajo la pala con violencia y parto en dos la bola de sal y nieve junto a mis pies. Pero la ilusión de que el frío se fue se termina pronto, se va con el vecino y su perro, solo necesitás quedarte unos minutos afuera sin hacer ningún movimiento para notar que este frío también te puede hacer daño.
Todos en mi barrio actúan como si no fuera así, como si el frío hubiera apenas sido un mal sueño, y que ahora, despiertos, les tocara el tiempo de caminar. Sleep walking le dicen en inglés a ser sonámbulo. El frío te transforma en un sonámbulo sonriente, uno que no deja de cometer errores a cada paso, a veces te caés, otras veces no. Porque cuando uno asume que el frio no está, o está en tren de irse, toma decisiones incorrectas. Por ejemplo, elije mal el abrigo o se calza las zapatillas equivocadas.
Contar la historia del frío implica hablar también de la historia de mis abrigos en Indiana. Tuve muchos pero me quiero enfocar en tres. Antes del inicio de mi primer invierno compré el abrigo más grande que pude conseguir on line. Era algo así como una carpa de alta montaña, horrible y pesada como si dentro también tuviera dos sherpas de pie conversando. Me cubría de la cabeza hasta los tobillos, y yo pensaba que iba feliz por la calle, envuelto en esa nueva piel que, decía el folleto de venta, podía mantener la temperatura corporal estable inclusive a menos 40 grados.
Lo dejé de usar tres años después por varias razones. Admito que me daba un poco de vergüenza ser el único individuo en el campus vestido para ir a una expedición a la Antártida en agosto. Pero, además de pesado e incómodo, el abrigo tenía un color horrendo, como a nieve sucia de marzo o abril. Por otra parte, andar con eso me daba calor y terminaba el día sudado. Era como llevar el cuero de un mamut y su sombra sobre los hombros.
Tomé la decisión de cambiar de abrigo para salirme de esta tienda de campaña glacial. Esta vez fui a una tienda, busqué uno con relleno de pluma de ganso, y que además había sido diseñado con la última tecnología impermeable que usaba el equipo nacional noruego de alpinismo en los Juegos Olímpicos de Invierno. Este abrigo era más corto que el otro, solo me cubría el torso y se pegaba a los brazos. Ya había tomado la decisión de entregar las piernas al frío, pero la cabeza y mis orejas las escondía bajo un gorro de lana de Shetland.
Estuve bien los primeros 4 inviernos; luego empecé a notar que era demasiado rígido, ancho a la altura del pecho y ceñido por la espalda—de lejos parecías el muñeco de Michelín vestido con ropa de diseñador famoso. Quizás esto no incomodaba a los olímpicos noruegos aunque a mí no me convencía para nada. Este segundo abrigo se terminó volviendo, como el anterior, una cosa incómoda.
El último abrigo del que quiero hablar es el que uso ahora. Mucho menos pesado que sus precursores, es básico en su forma, de color negro, impermeable, liviano y lo puedo plegar de tal manera que cuando viajo en avión entra en la mochila o en el bolso de mano sin demasiados problemas. También lo puedo
usar en otoño, cuando el frío es una promesa, llevando solamente una remera abajo. Tiene dos bolsillos profundos donde guardo los guantes para los días de frío intenso. Está claro que, a medida que pasan los años, uso un abrigo cada vez más liviano, es decir, voy abrigándome cada vez menos a pesar de que el clima sigue siendo el mismo. Sigo teniendo frío, claro, pero lo asumo de otra manera.
Si la lógica de mis abrigos y su vínculo con el frío fuera correcta, si este razonamiento tuviera el valor de una verdad tan precisa como la nieve que sé que va a caer mañana por la tarde, supongo que en unos 5 años yo debería salir a sacar la nieve en enero apenas con un buzo liviano, y que no sería improbable que en 10 años alguien pudiera verme subido al techo de la casa, sacando las luces de navidad, vistiendo solo una camiseta sin mangas.
Creo que exagero un poco. Quizás este pensamiento mágico no funcione del todo porque, y esto lo atestiguo con mi experiencia, desde que vivo en Indiana no he visto en esta ciudad a ningún viejo paleando la nieve en pleno enero con el torso desnudo. Esta lógica, como el frío, tampoco es del todo real. Dejo de pensar en mis abrigos y siento frío en mis pies, bajo la mirada y veo que he salido a la vereda con las zapatillas de lona. Hay una capa de nieve acumulada sobre los cordones negros y ya siento el frío húmedo subiendo hasta el tobillo. Camino unos metros, luego piso sin darme cuenta el hielo y me resbalo. Me caigo sin gracia y sin dolor. No hay nadie a esta hora mirándome desde la vereda. Desde ahí abajo no encuentro mejor opción que entrar a casa.
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