¿Dónde voy a parar?
Agarré una bici para volver
pero todavía no volví.
Habrá sido el sol y el viento sobre mi cara,
el placer de terminar la jornada
o, bien mirado, ir en bajada sin pedalear.
Qué pasaría, me pregunté ahí,
si en vez de ir para la terminal
sigo por Ramírez, bajando.
La bicicleta es roja con canastito,
anda lindo, vuela.
Así de lindo va a sentirse
tomar el rulo entre los coles y los autos
para entrar al Túnel Subfluvial.
Por fin, acariciar los cerámicos,
oír de cerca los ruidos de panza
del Río Paraná y cuando haya tocado fondo
un cambio liviano para subir basta.
Este instante lleno de luz
sería el estribillo de una canción.
¿Y después? Después el aire
haría un pequeño surco en mis mejillas,
las garzas a orillas del Colastiné
saludarían en bandada.
Como el martín pescador, grande,
pasa rayando la superficie del agua
en busca de un pez,
mi bici roja pasa rayando el asfalto.
Será la comunión con el paisaje.
A esa altura conseguiría el ritmo
llano, simple, constante
y en vez de tomar el Oroño
me demoraría por el Puente Colgante.
Santa Fe me parecerá mi ciudad,
ninguna otra,
pero al estar cerca de casa, endiablada,
hecha llamas, mi bici roja no va a dejarme parar.
Ahora la pendiente es nula y sin embargo
siento un empujón que apenas obliga
a pedalear por la circunvalación.
Me pareció común ya haber cruzado el Salado
y, en un cerrar de ojos, el Arco de la Colonización.
Este punto del poema
podría entenderse como un umbral.
La gente del barrio
al verme va a levantar una mano y creer
que allá en el roble termina mi viaje.
Lo único que haré en la casa de mis padres
es buscar unos viejos CDs
y ponerlos entre los rayos de las ruedas
para que hagan luz y ruido al girar.
Con una ramita de burro entre los dientes
al retomar el camino lo último que me preguntaré es dónde voy a parar.
Amor al litoral
En conclusión, no es fácil
al menos cuando llega otoño
sacarse de la cabeza
un tema de César “Banana” Pueyrredón.
Alguien lo mencionó al despedirnos
y el nombre quedó zumbando en nuestros corazones.
“Cuando amas a alguien” la escuché en TELEFE
interpretada por Diana Amarilla.
En mi familia, todos estábamos enamorados
de Diana Amarilla
y apostábamos por ella en un concurso de canto.
Después de estos programas,
uno regresaba los lunes a la escuela con frío
por los puños de la bicicleta
pero volviendo tibio el interior
con el tarareo de alguna melodía.
En Mar del Plata, me ocurrió lo mismo.
En un negocio se escuchaban unos acordes
y una letra preciosa acerca de partir.
Por primera vez conocí “Un beso y una flor”
de Nino Bravo.
El mar, la luz, volver a Esperanza
se habían vuelto para mí símbolos.
Y no retengo en qué viaje
trajimos un CD pirata de Tan Biónica.
Yo, apenas llegamos, me fui con la “chancha” al patio
donde andaban los perros
y recibí los doce temas del álbum como una premonición.
Quién no se iba a sorprender conmigo el lunes.
Quería poner en la guitarra, era tanto el entusiasmo,
todos los acordes a la vez.
Ahora que es mitad otoño y de repente
los últimos días hubo mucha humedad
en las calles se abrió una fisura.
Este perfume a hojas de fresno que respiramos
nos transporta a un lugar que es muchos,
donde se reproducen todas las canciones al mismo tiempo
como una playlist ansiosa.
Los mejores viajes los di así
y creo que hay razones físicas.
El agua que queda suspendida en el ambiente
hace cuenco a los olores y atravesar esas zonas viciosas
no es revivir, es tocar recuerdos.
Si estar pegajoso no es más que sentir la ropa pegada,
tierra en el cuello, el encierro de la casa,
imaginemos a grandes escalas.
Los límites del tiempo se confunden.
Nuestra tierra está hecha para irse de vez en cuando.
Es hora de escribir algo en defensa de la humedad.
Acá nos veo, gente del litoral,
moviéndonos al ritmo de artistas y bandas locales.
También nos vi apretados en la sala de teatro.
Mas apretados todavía en Del Otro Lado abriendo latas
entre las mesas con libros.
Es posible que nos vea de la misma manera
en Cine América.
El invierno será terrible. Disfrutemos otoño
porque es nuestra la receta. Como decir
pollo al limón, amor al litoral.
Y aunque esta lista sea la mía, y de nadie más,
de todo lo que llego a sentir, con cierta predisposición al vicio,
un día de mucha humedad,
sería bueno hacer una trenza con sus listas.
Los sábados de Exploradores.
La leña recién cortada.
Las tardecitas en la casita del río
y el cartel de entrada:
EL ÑANDUBAY ABUELO.
El dolor de las viejas heridas.
El olor reconcentrado a chucrut.
La llovizna y la difícil decisión
de mandarse cuando viene tormenta.
Las primeras veces que me vi enamorado.
Las películas que pasaban a las 20:00 hs.
Las pequeñas represas que construimos
en arroyitos de Córdoba.
El final del túnel que me parecía la entrada
al mundo de los Looney Toons.
El ataque a la fortaleza
y el sacarle la cola al zorro.
Las otras veces que me fui al patio a llorar.
El naranjo, el mandarino, el pomelo rosado,
el níspero y el laurel.
Las mañanas de rastrillar las hojas secas del roble
que como un ciclo eterno ya echaba nuevas.
Los últimos mensajes
y recomendaciones de canciones en inglés
que recibí de alguien.