Estadísticamente dios es cursi
La última vez que viajé en avión me hice la elevada y anoté dos pensamientos profundos: uno sobre el origen de la humanidad y el otro sobre mi ex.
Corté una relación de cinco años.
Mi ex novio era de esas personas que todos creen que son geniales. Yo estaba con él, en parte por no saber estar sola, y en parte porque creía que su genialidad se me iba a contagiar por ósmosis. No sucedió. Ahora cuando me acuerdo de él me dan ganar de escribirle y decirle “gordo lindo”; aunque no era ni gordo, ni lindo, ni tampoco tan genial, al final.
Ahora bendigo la soltería, desde que me di cuenta que el miedo a la soledad es mucho peor que la soledad en sí misma; que está bastante buena.
Me gustan los aviones porque la gente sonríe, van todos para el mismo lado y al final, siempre sale el sol. No puedo tomar decisiones y las azafatas me hacen sentir segura y satisfecha, como en jardín de infantes.
Mi padre me explicó el Principio Antrópico. Me dijo que ser astrónomo y estudiar científicamente el origen del universo (que no tenía nada que ver con Adán y Eva) no lo habían hecho dudar de la existencia de Dios, sino todo lo contrario.
Un matemático físico-cuántico famoso escribió un teorema en el que demostró que estadísticamente hay más probabilidades que un avión completamente desmantelado vuelva a armarse por sí sólo con la acción del viento; a que los átomos de hidrógeno y helio del Big-Bang se hayan combinado aleatoriamente para que pueda existir un planeta del tamaño de la Tierra, a la distancia justa de una estrella mediana como el Sol, para que haya la temperatura adecuada y una capa de ozono que nos proteja de los rayos gama y permita la generación de seres vivos que evolucionen hacia una raza inteligente, que se reproduce a través de la fusión entre dos sexos, en un acto que genera placer, salud y algo llamado amor cuyo resultado, oh casualidad! es una nueva vida.
Solo dios pudo ser tan cursi de inventar unos monos sofisticados que escriben poesía.
Mi terapia la deberían pagar mis padres, Marx y la iglesia católica
Estoy buscando un libro de autoayuda que se llama “Cómo levantarse de la cama, vestirse y no volver a meterse en ella”.
Lo busqué en librerías, pero aún no ha sido publicado.
El discípulo surcoreano de Marx, Byung-Chul Han, también debería subsidiar mi tratamiento, por sumarme tres años de consultas después de leer su obra maestra: La sociedad del cansancio. Al terminar el libro, tuve una toma de conciencia sobre mi autoexplotación alienante y opté por la única revolución al alcance de mi mano: la depresión.
¿Cómo salir de la dictadura del superyó? Quedándome en la cama. A lo Yoko Ono y John Lennon, pero sin paparazzis.
Pasé frío noventa y seis días y recibí seiscientas llamadas perdidas de mi mamá, hasta que decidí actualizar mi perfil de Linkedin para conseguir lo único que podía sacarme de la cama: un jefe.
Así, estuve casi un año alejada de mi mesa de luz, traicionando a Byung-Chul Han en una cooperativa, hasta que vino el Covid-19 y decretaron la cuarentena obligatoria. Volví a la cama y al arroz con huevo. La depresión ya no fue una revolución, sino una moda contagiosa.
Ahora sí. Después de estar pijama por siete meses, dejé de ser socialista.
En octubre, cuando terminó el aislamiento, salí al mundo como una adolescente el día de la primavera. Creé una cuenta en TikTok, empecé el gimnasio, me hice amiga de Wanda Nara y Jimena Baron por instagram, me teñí el pelo, seguí la transmisión de las elecciones de Estados Unidos minuto a minuto, compré criptomonedas y probé un trío. Pasé cincuenta y seis días creyendo hasta en la Estatua de la Libertad.
Pero en marzo volvieron a decretar la cuarentena obligatoria en el AMBA y empecé a tener pesadillas. Soñé con el infierno tres meses seguidos, hasta que empecé a usar casco en la bici y cinturón en el asiento de atrás.
Le conté a mi terapeuta sobre los sueños, pero como era cognitivo-conductual no dijo mucho. Recuerdo que siempre estaban presentes mi papá y la virgen María, y yo me iba alejando de ellos en una nube hasta quedarme en total oscuridad. El infierno era no estar con mi papá. Según mi psicólogo, no tenía importancia.
Esta semana, aflojaron un poco el aislamiento. Me fui a cortar el pelo a una peluquería de Recoleta, cortito como Winona Ryder. El psicólogo esta vez sí tenía algo para decir. “La depresión como revolución es muy costosa, mejor cortarse el pelo.”
Según mi novio parezco un cantante de K-pop coreano. Al menos ahora tengo algo en común con Byung-Chul Han.