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Efectos de la noche

Nací el 13 de mayo de 1955. Treinta y tres días después estaba escondido en un placar con mi madre, aterrorizada por la posibilidad de que el bombardeo a Plaza de Mayo se extendiera a toda Buenos Aires. Siempre pensé que el terminar siendo hijo único se decidió allí, bajo el poder esterilizante del terror. También pensé siempre que en esa escena se había fundado una idea que me acompañó obsesivamente: la certeza de que alguna vez estaría en una guerra. En 1982 esa idea dejó de ser fantástica. Yo había pedido la prórroga universitaria para hacer la colimba, y así llegué puntual a mi supuesto destino. Obviamente, sobreviví. Ya era psicólogo, y en cuanto volví de Malvinas empecé a trabajar en el Hospital de Emergencias Psiquiátricas Alvear. Pasé con fluidez de una locura a la otra, y con la segunda me quedé trabajando casi cuarenta años. Al mismo tiempo, escribí: un libro sobre los últimos días de la guerra (5000 Adioses), un libro sobre psicodrama (Sobre el Cuerpo Grupal) y relatos y poemas rigurosamente inéditos.

Efectos de la noche

La luz fría de las bengalas desciende lentamente.

Las bengalas parecen no terminar nunca de caer y de apagarse.

A veces la luna (pocas veces, porque siempre hay niebla)

las hace innecesarias: hay una luz débil, general;

el escenario se extiende a todo el espacio de la noche.

Hay una estética de la guerra (esto, ¿debe decirse?),

hay una escena (temible belleza) 

en la que actúan esa luz fría y lenta de las bengalas,

la velocidad de las balas trazantes,

los destellos de las explosiones.

(Esto, ¿debe decirse?)

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Vamos con R. en medio de la niebla.

No se ve absolutamente nada y R. me pregunta:

¿qué hacemos aca?.

Yo sé que es una de esas preguntas que no piden respuesta,

pero igual le digo: me parece que estamos locos.

Después los dos nos callamos y seguimos caminando.

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N. me dice que no puede ver,

que el visor nocturno está empañado por dentro

y no sabe cómo sacar el protector de la lente para limpiarlo.

Es mentira. Sabe cómo hacerlo, pero tiene miedo. No quiere seguir mirando.

Nos hemos replegado, dispersos, aturdidos.

Nos hemos escondido detrás de unas piedras, en la ladera de un cerro.

Es la última noche.

#

Llegan dos jeeps. Bajan ocho hombres.

Para nosotros, apenas sombras:

están muy lejos, abajo, en la explanada del cuartel abandonado.

Entran a él.

Pasan unos minutos.

No se ve nada ni pasa nada.

Después, de pronto, focos dispersos de luz amarillenta, temblando.

Después se intensifican y, por los huecos de las puertas y las ventanas,

aparecen las llamas.

Nunca volvemos a ver a los ocho hombres que inician el fuego.

El fuego concentra toda nuestra atención, nos hipnotiza.

Ellos ponen en marcha los jeeps.

Nosotros no los escuchamos.

Arrancan y desaparecen.

Nosotros no los vemos.

#

Días antes, noches antes, un proyectil acierta en un polvorín.

Todo estalla durante horas.

Miles de balas vuelan en todas direcciones (de lejos parecen chispas).

Innumerables granadas, recalentadas, explotan (esquirlas,

pedacitos de hierro desgarrado, al rojo– más chispas).

También hay explosiones mayores que, por un segundo,

parecen detener el tiempo y acallar a las demás.

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 Más días y más noches atrás, todavía en el pueblo,

(en los prolegómenos de la guerra,

cuando todavía la guerra podía no ser) hubo un recuadro:

una ventanita abierta en los fondos del Town Hall.

Afuera, el hielo mínimo en que se transformaban

las gotas de una lluvia leve pero persistente.

Eso apenas: cristalitos fríos en el recuadro de una ventana

golpeando contra las formas del pueblo.

Techos de chapa que repicaban y goteaban, invisibles,

por efecto de la noche.