¿Yo? Yo soy el barro que se subleva, hijos de puta.
Ricardo Iorio
Tenía diez años y vivía a menos de cien metros de un basural, donde además se había formado un laguito como último depósito de los desagües de algunos barrios cercanos. Allí venían a diario los camiones atmosféricos a tirar toneladas de mierda. No había calles ni construcciones que se interpusieran entre mi casa y la cava, como le llamábamos a ese lugar. La cava de Los Hornos, uno de los primeros barrios de Santa Fe cuya función histórica fue la utilización de su tierra para la fabricación de los ladrillos que hoy constituyen el casco histórico de la ciudad. Hoy por hoy sabemos de memoria que todo crecimiento supone una sustracción. Lo que de un lado crece, del otro lado se hunde. A mí me tocó estar del lado de lo que se hunde. A eso de las once de la mañana, sobre todo durante el verano, mi vieja cerraba todas las puertas y ventanas para intentar que el olor a podrido no ingresara en la casa. Por supuesto, siempre fracasaba, y sé que lloraba, en secreto, no poder vivir en otro lado. A veces no me dejaba salir porque sabía que mi intención era ir a la cava con mis amigos: subirnos a los camiones de basura igual que los pibes que cada tanto morían aplastados bajo sus ruedas. Ver un pibe aplastado por un camión de basura o un cuerpo flotando en el laguito era para nosotros un espectáculo casi cotidiano. Entonces, cuando no podía salir, me quedaba parado junto a la ventana, detrás del vidrio, observando el paisaje del barrio. Camiones, vendedores ambulantes, humareda que se levantaba desde la basura, montañas de escombros, perros famélicos, hombres, mujeres y niños buscando su comida entre los deshechos.
Fue mirando ese paisaje que escuché por primera vez, gracias a mi hermano mayor, el casette Víctimas del vaciamiento, de Hermética. Poco después, cuando mi hermano abandonó por completo la escucha de cualquier banda norteamericana para volcarse por completo al metal argentino, trajo a casa una calco de Hermética. Era simplemente la silueta negra de su característica H. La pegamos en la ventana por la que habitualmente yo miraba hacia la calle. A partir de entonces, esa H, la H de Humo, de Humus, de tierra y barro, de mudo dolor, se convirtió para mí en un lente a través del cual aprendí a mirar todo lo que sucedía a mi alrededor.
En la escuela nos enseñaron que la H es muda, lo que en terminos visuales sería algo así como invisible o transparente, como un vidrio. Me gusta pensar que por eso, para el niño que fui, no había diferencia entre las canciones de la H y la realidad. No había distorsión de la mirada, distancia de representación. Hablamos del barro mismo, del vaciamiento mismo, del dolor mismo.
Ofrezco pruebas. En pleno auge menemista de rubias en el avión, de amores después de amores y de masivas celebraciones cool, otras cosas sucedían: a la muerte del soldado Carrasco Iorio respondía escribiendo Del colimba. Al vaciamiento menemista, con Olvídalo y volverá por más. Al robo de la esperanza, con la reivindicación de los sueños de juventud en Ayer deseo, hoy realidad:
Cuando ya lejos de la ciudad central
los horizontes me ven
rutas andar, para llegar
y mostrar que soy quien quise ser.
Iorio fue el único autor de canciones que se ocupó de cobijar a los pibes desamparados escribiendo y cantando Cuando duerme la ciudad:
Reformatorios policiales son el sitio
donde condenan al menor no reclamado
la sociedad lo adopta como hijo de puta
por eso escapa de la yuta cuando duerme la ciudad.
A la amistad, el último bastión inexpropiable por el neoliberalismo patilludo, la celebró con Soy de la esquina. Versos potentes, inolvidables, para los corazones de quienes por entonces no se sentían parte de nada:
Allí esperan mis amigos en reunión
mucho me alegra sentirme parte de vos
tu risa amiga alejó mi soledad.
Y a todas estas canciones, claro, más allá del paisaje barrial del que fui parte y testigo, no las miré desde afuera. Mi viejo era otra víctima del vaciamiento que acababa de ser despedido de los ferrocarriles argentinos durante el proceso de privatización. Mi hermano rezaba, como nunca en su vida, para zafar del servicio militar obligatorio. Patricio, su mejor amigo, un metalero que supo sacarme a andar en bici por las calles de la ciudad dormida, que me enseñó a jugar al truco y a tomar cerveza a escondidas de mis padres, caía en un “reformatorio” de menores por un robo insignificante y por la pura indiferencia de sus padres, que decidieron abandonarlo a su suerte. Desde ese momento no volví a verlo nunca más. Como consuelo, cada tanto, todavía me veo en la necesidad de escuchar Cuando duerme la ciudad, como comencé a hacerlo a mis diez años.
Dicho esto, lo que significó Iorio en mi vida y en la de tantos chicos y chicas de nuestro país, debería ser suficiente para que nadie se quede en la comodidad de juzgarlo solamente por sus ya hiper viralizadas apariciones en televisión de los últimos años. Aunque claro: no profundizar en nada y vomitar juicios morales es, hoy por hoy, prácticamente la norma. Cualquiera que pretenda arribar a un juicio conclusivo sobre la figura de Ricardo Iorio, primero debería tomarse el trabajo de escuchar todo las canciones de Hermética y Almafuerte, sus discos solistas, su tributo al primer rock argentino de Vox Dei, Spinetta, Manal y Miguel Abuelo, escarbar en la áspera materia de sus canciones para encontrar la violencia y la ternura amalgamadas, la crítica social, la reencarnación, el existencialismo, su profundo respeto por los pueblos originarios…
Porque hablamos, en principio, de un chico nacido en 1962, hijo de un descendiente italiano y una madre tehuelche. De un chico que, mientras Luca Prodan retrataba el mercado de abasto como un paisaje de ensueño, se encontraba dentro de sus galpones cargando y descargando toneladas de verdura para ayudar a su padre. Iorio escribió El pibe tigre porque él fue El pibe tigre. Iorio hizo lugar en su banda para que su compañera Ana Mourin inmortalizara a su hermano desaparecido en el norte argentino, escribiendo juntos la canción Atravesando todo límite. Iorio cargó con la responsabilidad judicial de la muerte de un chico durante un recital de Hermética. Pagó con sus regalías de Sadaic, desde 1994 hasta el 2013, pagó acompañando a la familia del chico de múltiples maneras posibles, sin que eso le alcanzara para evitar que lo demandaran. Pagó sintiendo la traición de sus compañeros, sentimiento que repetidas veces a lo largo de su vida convirtió en canción. Iorio le puso el pecho al cuidado de sus hijas tras el suicidio de Ana, para que tiempo después tuviera que lamentar también el suicidio de su padre. Iorio, el hombre que se fue a vivir al campo porque conocía su esencia brutal, para asesinar a su propio monstruo, su propio animal. O un poco así nos sugiere en Muere monstruo, muere:
Conmocionado el paisanaje me exigió
que me haga cargo de este engendro inaudito,
lo alcé en mi carro y lo alejé de la región
encomendándolo a Dios le dejé dicho:
No vuelvas espanto, ya no vuelvas, no.
No vuelvas espanto ¡Muere monstruo, muere!
Iorio no volteó la vista ni domesticó su esencia. La destilo sin demasiados filtros, haciéndose cargo del engendro que lo habitaba. Igual que el resultado del experimento de Frankenstein, desparramó en el mundo violencia y ternura en idénticas proporciones. En simultáneo, como si hubieran existido en él muchos Ricardos, siempre estuvo un paso más dentro de la experiencia del hombre común, del chico común, del trabajador de a pie, que cualquier otro autor de la historia de nuestro rock. Iorio no necesitó pintar ningún paisaje, porque él era el paisaje. El pibe de la esquina, el changarín, el toro, el indio, el gaucho, el ladrón, el monstruo y su asesino. El barro que se subleva.