El churrero

Llega la melodía de la siesta a esta parte del mundo, donde desperdigadas las migas en la mesa, entre platos hondos con trazos finos de salsa seca, se entrevera con esa otra melodía en la tele, la de una guitarra de Palito Ortega en una vieja peli de los setenta. Pesa la corneta del churrero bajo el sábado nublado, o un domingo en el que las luces se van pareciendo a las sombras que caminan hasta la pieza para dormir, otra vez, una vez más, otra siesta que deje el cerebro chicloso y un mal humor ancestral.

La voz del churrero es alargada y con muchas cavidades, como si cruzara un risco lento en lo profundo de una montaña, y las notas rebotaran de piedra en piedra cuando grita: “churrooosss”, “hay churros, bolitas de fraile”.

Y pensar que el tipo está trabajando arriba de esa bicicleta; pedalea muy tranquilo las cortadas vacías del Irigoyen o de Las Flores para no perderse el mínimo movimiento en una puerta de rejas, al pie de un canasto de basura, o en una ventanita por las que aparecen unas manos desesperadas con un billete arrugado. ¿Saldrá después de comer a trabajar? ¿A eso de la una o es muy temprano, capaz a eso de las dos? ¿Y tirará hasta las cinco, como mucho, con mucha furia hasta las seis, para sacarse de encima las últimas bolas de fraile ya casi con el azúcar transpirado, exhibidas en una caja de vidrio, como una pecera en la que los churros nadan sobre un fondo marrón, en el papel de madera, entre manchones de grasa?

Se va el churrero, es una estrella fugaz en el sueño asfaltado de Dragones del Rosario, un colibrí que aletea pedales de esquina en esquina, el héroe de los mates cocidos, los cafés con leche, los chocolates calientes. ¿Te llevará el viento donde dicte su rumbo o habrá un mapa mental prefijado que siempre te ocupás de cumplir, como si tu ruta fuera esa maldita condena de los gordos de alma que esperamos que pase el churrero? Y qué bronca me da saber que sólo fuiste una imagen y una música de la siesta, que se evaporaba en lo gris de la tarde, porque mamá nunca quiso comprarle churros al churrero…

Le daba cosa, o no le gustaba lo que no sabía cómo estaba hecho, y habrá imaginado que los churros se fritaron en aceite recalentado, con manos sucias y cansadas, cero normas higiénicas, bajo la chapa de un rancho, el piso de barro, los caños podridos, las instalaciones frágiles y tambaleantes… Pasa el churrero por la cuadra, y así como pasa ya se fue, pero queda, quedaba su corneta un buen rato, dando vueltas en la cabeza más allá de las cuadras, más allá de los kilómetros, una música clásica que adormecía las conciencias, el himno que el barrio canta después de la comida.

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Derian Passaglia nació en la zona sur de Rosario en 1988. Desde los 19 años vive en Buenos Aires. Publicó la novela El alma de las colinas… en Blatt & Ríos.