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El martes tomamos la universidad

El martes tomamos la universidad. Quizás sacándole el matiz combativo, y la épica de lucha -que indudablemente las circunstancias tienen y es lo principal-, quede algo más para analizar, y quizás escribiendo esto, en el ejercicio pueda ponerlo en palabras. Tomar la facultad, es un gesto que se me antoja extraño. Muy extraño. ¿Qué es tomar una facultad? Entrar y habitarla, a fines prácticos no mucho más. Por supuesto es mucho más complejo, y por supuesto es mucho más significativo. Por supuesto luchamos por algo, por supuesto defendemos la universidad pública, por supuesto nos indignamos con las declaraciones irrespetuosas de nuestro presidente. Por supuesto respondemos a la guerra de declaraciones, por supuesto redoblamos la apuesta y por supuesto queremos más de lo que tenemos, y no voy a ser yo quien hable de esas situaciones porque mis compañeros ya lo hacen y lo hacen con mayor claridad y con mejores argumentos que los que yo, un poeta, pudiera esgrimir. Pero de nuevo, tomamos la facultad.

Una frase tan pretensiosa da a entender algo que es significativo en efectos prácticos: cascotearse con la policía, discutir con el rector, hacer ruido, violar la ley. Pero no. Tomamos la facultad y a fines prácticos vivimos una pijamada en la facultad. Cerramos la planta alta, nos apuntalamos en el salón de actos y en algunos salones de la planta baja y pasamos ahí la noche. Algunos durmieron en el piso, con bolsa de dormir mientras comían snacks tan dispares que iban desde caramelos y torta hasta focaccia o guiso de lentejas, otros nos quedamos en el patio toda la noche en vela, tocando la guitarra, cantando canciones de amor, o incluso bailando chacarera. Y así fue como tomamos la facultad.

Yo, confieso, fue la primera vez que lo hacía, al igual que el 95% de quienes estábamos ahí, pues pocos había mayores en edad a mí (tengo 24 años) y, transitando el último año de mi profesorado en letras incluso dudé mucho en ir. Pero terminé cayendo igual, 22:45, quince minutos antes de que cierren y precinten las puertas (para no volver a abrirlas hasta las 7 am). Me retenía de ir un pensamiento fugaz, un pensamiento hasta económico podría decir; pragmático. ¿Para qué vamos a tomar la facultad? ¿Qué vamos a lograr? ¿Qué voy a ir a hacer allá?, ¿a pasar la noche en vela?, ¿a desafiar a la ley y el orden? ¿Milei nos va a escuchar? ¿Nos va a desvetar la ley? Por supuesto que no, y lo sabíamos. Íbamos a tomar la facultad a sabiendas que ese gesto no iba a lograr nada, a sabiendas de que esa batalla no iba a ganar la lucha. Pero aun así fuimos, sabiendo que no había un para qué, o mejor dicho, no entendiendo si es que había un para qué. Y, puedo decir hoy, el para qué era demasiado grande como para poder verlo desde la distancia.

La cuestión es que pasamos la noche en la facultad. Y algo mágico tiene la noche. La noche une, el sueño une, y la lucha une. Y creo que ahí estaba el sentimiento. Cuando entré a la universidad con mi bolsa de dormir colgada, con un cargador portátil y la conciencia que al día siguiente debería ir a trabajar igual e iría amanecido a dar clases a mis alumnos, sentí por un momento algo que no había sentido nunca. Bajo la puerta del edificio de calle Entre Ríos me sentí muy pequeño. Pero no pequeño como se siente quien mira de frente y desafía al mar; no enfrentado, sino arropado por el mar. Era una pequeñez cálida, tierna, familiar. Me sentí parte de algo más grande que mi propia subjetividad. Me sentí uno más, no uno, uno más, y quizás he ahí la verdadera lógica de la toma. ¿Cuándo más en mi vida me sentí parte de algo más grande que yo? Lo pienso, y la verdad, nunca. ¿Alentando en la cancha a mi equipo de futbol? Sí, pero no es lo mismo. ¿Cantando en un estadio las canciones de un recital? Si, pero no es lo mismo. Me sentí diferente. En un momento, cuando bajo las tibias luces del patio de adoquines y arbolitos, la facultad de humanidades quedó cubierta de la lumbre de la luna y acobijada por una guitarra que un compañero había llevado, sentí que estaba como en casa. Sentí por primera vez que la facultad y mi casa no eran tan distantes, sentí que ese lugar era mucho más que una casa de estudios. Y sentí que mis compañeros, a quienes no conocía en su mayoría, eran mis hermanos. Creo que ahí estaba la magia de la toma, en entender que uno no es suficiente, en entender que esta lucha no es por “lo que yo pienso” o “lo que yo quiero”. Que esta lucha es por el otro, por ese otro que tocaba la guitarra al lado mío, por ese otro que dormía en un salón incómodo y apretujado, por ese otro que bailaba chacarera al compás de la música, por ese otro con cara larga deprimido por las situaciones que vivía, por ese otro que estaba en su casa lamentándose no poder estar, e incluso por ese otro que festejaba, en ignorancia, el injusto veto del presidente. La lucha era por ese otro que también soy yo.

Y creo que esa es la forma de combate que debemos seguir, entender y enseñar que el sujeto no es nada por sí mismo, que la sociedad es la que nos ampara, la que nos protege, la que nos acompaña, y que no hay libertad si no hay un otro a nuestro lado. Yo esa noche permanecí en vela, y no fue ningún sacrificio. Yo esa noche permanecí en vela, y no lo sentí como una lucha. Lo sentí como una revelación. La toma nos dio conciencia, terminó de fijar el punto en el que me paro. Terminó de enseñarme lo que ya vislumbraba borrosamente. La sociedad es mucho más que la suma de sus partes. Y la sociedad no soy yo, ni sos vos; la sociedad es el otro. Y esa es la herramienta de lucha definitiva. Enseñar y generar espacios para lograr despertar esa conciencia. Esa conciencia que va a dejar de justificar el uso de la nefasta frase “con la mía”. No, hermano, no es “con la tuya” es “con la nuestra” y no es lo que vos opines como sujeto lo que importe al fin del día. Es lo que mejor haga al resto, lo que mejor le haga al otro y el otro también sos vos. ¿De qué nos sirve un país ordenado, con superávit fiscal, con estabilidad, si espacios que son de todos, espacios que albergan hermanos dejan de existir? ¿Si espacios que, independientemente de la excelencia de su funcionamiento, que está objetivamente demostrada de forma inapelable, no dimensionan ese sentimiento de pertenecer a algo más, tan extraño y necesario? ¿De qué sirve? De nada. ¿Qué somos las personas si no nos agrandamos entre nosotros? ¿Polvo en el viento? ¿De qué puede valer una vida si nosotros mismos nos catalogamos como polvo en el viento? No. Somos más. Somos el viento, pero solo lo seremos si lo intentamos juntos. Y la sociedad, la cercanía con el otro nos da eso.

La universidad, aprendí en la toma, como cualquier lugar público, es más que su funcionamiento. Es una casa. Y es una casa que hay que habitar. Y es una casa que no se paga “con la tuya” o “con la mía” es una casa que se paga con la nuestra, y que, solo puede traernos cosas buenas, solo puede hacernos sentir más grandes, hacernos sentir el mar, y no una isla.  Y la vida en sociedad no es ser un individuo libre como nos quieren vender, sino ser parte de algo más grande, de algo que nos llene de orgullo, de algo que nos atraviese y nos haga brillar los ojos. De algo que nos de fuerzas para defenderlo, y que nos motive a cuidarlo y a respetarlo. Quizás eso es lo que nos subyace. Y por eso es por lo que hay que luchar. Por el otro. No por mí. Por el otro que también soy yo.