El río vacío

El fracaso debe ser contado. Esta fue la devolución que me hicieron de los ensayos sobre mi diario de viaje al delta entrerriano, en el marco de la causa que investiga vuelos de la muerte durante la dictadura.

¿Salir a buscar desaparecidos? Y si además te encontrás con una geografía tan inmensa, maravillosa y hostil, todo tu interior da vueltas, y sos como un trompo que dispara emociones hacia el infinito y lo inverosímil. Y caés.

Pero como es una historia que nunca será completa hay que contar, también, los fracasos de las búsquedas.

En los primeros días de julio una nueva medida judicial nos convocó otra vez a la ciudad de Villa Paranacito. El destino de esta navegación era la isla en donde había funcionado la Escuela N° 22. Un policía de la provincia, retirado, que prestó servicios en el Destacamento del río Ceibo, había hablado allá por el año 2004 sobre un tambor que según le contaron en 1978 había caído en una playita de esa isla y que cuando unas personas se acercaron pudieron ver que estaba relleno de cemento. Pero también vieron que sobresalía un cráneo humano, por lo que decidieron enterrarlo ahí nomás para darle sepultura. El relato del relato.

Se había conseguido un barco con una pluma que intentaría remover el barro cercano a la orilla. Lo que le dicen pluma es un brazo mecánico que sale de la embarcación y se opera desde ahí, carga debajo del agua y descarga fuera de ella. La garra se va cerrando a medida que se sumerge.

Para llegar a la isla donde había existido la Escuela N° 22 sobre el Río Bravo hicimos un tramo por tierra y otro por agua. El paisaje era otro, el monte que hasta ese viaje veíamos desde el agua, lo estábamos atravesando. Había poquitos árboles que mantenían su follaje, el invierno los despojaba y ennegrecía sus troncos y ramas que atravesaban el cielo al amanecer. El sol de esa mañana era gigante y rojo.

El tramo de navegación lo hicimos con dos prefectos bien jóvenes y quien comandaba la embarcación era uno que orgullosamente se había presentado, cuando nos conocimos seis meses antes, como cuarta generación de isleros. Esta vez, nos dijo preocupado, había estado internado por Covid y en tres oportunidades casi le habían puesto oxigeno. Ahora se estaba recuperando pero se agitaba rápido.

El viaje no duró tanto como habíamos pensado. Navegamos por el Río Bravo. Acercándonos a la zona, vimos que un barco blanco llamado “El Ruiseñor” ya estaba trabajando. Descubrí esa larga pluma de la que me habían hablado abriéndose paso para ingresar al lugar indicado. Miré cómo esa extremidad robótica se hundía en el agua y sacaba un puñado de barro que volvía a caer.

El día estaba radiante. A medida que el sol nos entibiaba nos íbamos despojando de todo el equipo de abrigo que nos habíamos puesto previendo un frío atroz que no fue para tanto. La jornada transcurrió en mirar desde distintos puntos cómo esa extremidad de hierro extraía barro del fondo del río de manera compacta, con forma de tambor, que en instantes se desarmaba cuando otro montón de barro le caía encima, desparramándolo y confirmando el vacío. Todos habíamos venido a eso, a ver si de un zarpazo dábamos con el destino de los desaparecidos.

Al mediodía hicimos un parate para almorzar, funcionarios judiciales, prefectos, investigadores y los laburantes del Ruiseñor que habían ido hasta allí a realizar ese trabajo continuo sólo a cambio del combustible que consumiría la jornada. Charlando en la sobremesa con el dueño del barco nos dijo que en los 70 había gente que no se callaba y que por eso no se la vio más.

Me gustaría saber qué pasó. La tristeza y la injusticia de ver personas que terminaron ahí -dijo señalando el río- por decir que no estaban de acuerdo o por tener una opinión distinta.

El trabajo se retomó y siguió hasta las seis de la tarde. Hasta un rato antes de que el sol se escondiera el barco tampoco encontró nada. El barro que sacaba de un lugar lo ponía en otro y la isla iba creciendo en sus límites por ese movimiento.

Sentados sobre el tronco grueso de un árbol caído, miramos hipnotizados esos movimientos ante la posibilidad de que, en una de las aberturas de ese artefacto, lo que caiga no sea barro sino un tambor relleno de cemento con un cuerpo adentro, como nos dijo G. que le dijeron que enterraron allá por 1978 y como nos dijeron otros pobladores que se veían caer del cielo tambores de 200 litros que hacían olas cuando se hundían.

Cada mensaje que mandé esa tarde estuvo lleno de un escepticismo fingido: es casi imposible que encontremos algo [enviar], estamos haciendo una medida que sabemos que no tendrá ningún resultado [enviar].

¿Qué hacía entonces ahí? ¿Qué hacíamos todos ahí en pleno julio emponchados hasta las orejas con trajes térmicos comprados a las apuradas y viajando kilómetros por tierra y por agua para estar presentes ante esa mínima, ínfima posibilidad de encontrar lo que andábamos buscando y que se planificó ocultar?

Entonces en esa espera infinita, sentada al lado de M., otro de los compañeros de la expedición, cuyos padres están desaparecidos, y con la inquietud que me generaba la posibilidad real de ver caer un tambor, le pregunté:

¿Realmente queremos encontrar algo?

¿Qué decís? Más vale.

Es que encontrar algo sería dar con la certeza.

La certeza ya la tenemos.

Lo escuché sin mirarlo. Tenía mi mirada centrada en lo que caía y que empezaba a salpicar para donde estábamos sentados.

En cada viaje al delta se abre la posibilidad del hallazgo. Y hasta ahora nada. El barro vacío. El río está vacío.

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