Dicen que la riqueza es como el humo, que no se puede esconder. Hay personas que no se esfuerzan y disfrutan de mostrar lo que escribieron sin ruborizarse o contar viajes a occidente e incluso a oriente sin sentir mayor vergüenza. También están el tipo de personas que prefiere ser invisible y que –a veces- ve en los ostentosos un deseo incansable de mostrarse. Lo que también es cierto es que mostrar implica una cuota sana de desinhibición. Es la envidia de los tímidos. Mostrar es exponerse y a la vez, no dejarse todo para sí: compartir.
Cuando cobré mi primer sueldo en marzo del 2012 ($3.800), lo primero que hice fue retirar la plata del cajero e ir a comprarme tres pares de zapatos: unos rojos con tacos hermosos, unos mocasines azules con detalles en cuadrillé en los laterales y unas guillerminas marrones y negras de cuero. No lo pensé. Todo mi sueldo en tres pares de zapatos. Recuerdo el calor en las mejillas y como me latía el corazón ante el arrebato.
Sin darme cuenta estaba poniendo en acto una historia que me encantaba oír de China, mi abuela materna. Cada año, su padre sastre la llevaba a una de las zapaterías más distinguidas de Concordia para que eligiera un par de zapatos. El par de zapatos que más le gustara. Como condición, mi abuela debía entregar el par de zapatos comprado el año anterior a una chica que pasaba a pedir ropa y comida por el zaguán de su casa. Ella no tenía la posibilidad de acumular. Los zapatos circulaban como una ofrenda, estableciendo un compromiso, un lazo, al decir de Marcel Mauss en Ensayo sobre el don. Generosidad y frugalidad en un mismo movimiento. Cada vez que se venía esa historia, apoyaba mi codo sobre el mantel frutal de hule y el mentón sobre la mano como gesto de asombro, como si se tratase de la primera vez. Para mí siempre es la primera vez.
O quizás me estaba exorcizando del fantasma de la bipolaridad que merodeaba en la narrativa familiar cada vez que se hablaba de los raptos maníacos compulsivos que caracterizaban a mi abuelo Manolo (marido de China) al comprarse 300 Kodak en un día. Como vendedor, parecía moverse en los parámetros normales, pero mi mamá y mis tíos sabían que compraba cosas que eran imposibles venderlas. Mi madre cuenta que él entregaba las cámaras a sus clientes y luego no recordaba a quién se la había dejado. Dejá, usala y después me las pagas, dicen que decía. En el ‘75 se compró una Coupe Torino Blanca que estacionaba en la esquina de su casa para que la China no la viera. Sacaba a pasear a sus hijos uno a uno para ir contándoles de la adquisición. Así es como compró 400 cortadores de papas fritas en bastones, 50 rolex, centenares de biromes, pintura de uña, bombachas de goma para revender en los almacenes de ramos generales de las colonias entrerrianas. Su entusiasmo era genuino: él creía que lo que compraba iba a ser útil y necesario para todos como para él. Años más tarde, mi abuelo se quedó sin el inmueble que había recibido como herencia. Pero la narrativa familiar había omitido un detalle no menor: a Manolito le confiscaron todos los depósitos ante la quiebra de los bancos en 1980 y que no le quedó más que vender ese bien y presentarse en quiebra.
Era claro el temor de mi mamá: consumo=consecuencia no deseada del trastorno bipolar. Por esa razón es que me aconsejaba dormir ocho horas, comer sano y tener una vida equilibrada, como una coach ontológica de los noventa. Y por eso es que ella siempre espera que haga otra cosa con el dinero. Cuando iba a hacer la compra anual de zapatillas me encantaba incomodarla, llevándome el calzado nuevo puesto y dejando los viejos en la caja. Todo para lucirlas en la peatonal de Concepción del Uruguay.
“¡Sos una negra con plata!”, decía y se cagaba de risa. En el fondo, moría de vergüenza y eso nos divertía a ambas. Comienzo a sospechar que en ese gesto se escondía cierta subversión de la ética de consumo familiar. Era, de alguna manera, una forma de rebelarme.
Es por eso que me cansa el ethos ascético que tienen los totalmente ricos. A los que el mundo les es dado para todo y que necesitan distinguirse de quienes hacemos cierta oda al despilfarro. Los totalmente ricos son personas parsimoniosas, ecuánimes, que andan vestidas con tonos neutros, claros y prendas que morigeran todo exceso. Personas que evitan los colores estridentes y marcas estrafalarias, que de hecho hacen alarde de tener su ropero repleto de remeras blancas.
Desde hace ya unos años que venimos asistiendo a un comportamiento, nada novedoso en sociología, en los sectores más acaudalados: la ascesis. Una de las figuras paradigmáticas del ascetismo a nivel global fue el magnate y creativo Steve Jobs. En la década de los ochenta, tras visitar las fábricas de Sony en Japón y notar que todos los trabajadores estaban vestidos iguales, dio con el diseñador japonés, IsseyMiyake, con quien entabló amistad y quien le diseñó las aburridas camisas negras de cuello mao que combinaba con sus jeansLevi’s modelo 501 y las zapatillas New Balance grises 992. “Tengo suficientes para que me duren el resto de mi vida” había dicho alguna vez Jobs.
En Argentina también tenemos nuestro propio monje ascético: Gustavo Grobocopatel, el rey de la soja, quien logró amasar millones sin poseer una sola hectárea de tierra, un rico tan austero que prefiere comer pollo hervido a un buen asado y que en el baño de visitas tiene tres objetos: una toalla, un jabón y un rollo de papel higiénico. Él mismo señala que en su familia el ahorro es fundamental porque quien “cuida lo poco, cuida lo mucho”.
Lo paradójico es que existe una tendencia sobre esto en TikTok denominada oldmoney. Se trata de una ética y estética de la elegancia sin esfuerzo, en donde se hace evidente que las prendas y gestualidades se heredan de generación en generación. Calidad, discreción y sofisticación se hacen presentes en prendas como blazers, falda tenis, sweater cuello polo, pantalones de gabardina, la clásica camisa blanca o el littleblackdress, en conjunto con piezas de tweed y mocasines. zapatos náuticos. Una vez más, se trata de una prueba de que esos bienes se heredan de generaciones anteriores y no son adquiridas en el mercado como podría hacerlo cualquiera. Algunos dicen que es una respuesta a la estética new money, caracterizada por la extravagancia, el maximalismo y una pasión por los logos.
Se trata de distinción, de diferenciar el gusto puro y el gusto bárbaro, en palabras de Pierre Bourdieu. En definitiva, de diferenciarse de los nuevos ricos cuya posición de clase fue comprada. Victoria Gessaghi, doctora en antropología social, advierte algo más que interesante al respecto: que el dinero deviene legítimo y se ennoblece cuando es acompañado de cierta pureza moral y austeridad y se abandona la pretensión de superioridad. El dinero, entonces, requiere silencio para ser “moralmente apto”. Ser sencillo es un valor en sí mismo para las familias tradicionales.
Max Weber, en su interés por dar una respuesta posible al surgimiento del capitalismo, investigó su relación con el espíritu ascético y la reforma protestante. En su estudio, advierte que el ideal de la conducta ascética se dirige contra el goce despreocupado de la existencia, tan alejado del trabajo profesional como de la piedad. ¿Cuál es el precio que pagan los totalmente ricos por la odisea de austeridad? Distinción. Bien, son capaces de ennoblecer el dinero vía prácticas ascéticas, pero ese ascetismo no les garantiza ninguna salvación, ningún cielo ganado.
Habrán notado que este tipo de prácticas sociales no solo atañe al consumo y circulación de bienes en el mercado. Quiero decir, no solo se reduce a lo económico. Hace unos años, tuve largas charlas con Vero, mi analista, para hablar de la dimensión del secreto. Por una extraña razón, que aún estoy intentando dilucidar, necesitaba mantener en secreto lo que los sujetos del capital llamamos “logros” o “metas alcanzadas” y que no es más ni menos que la satisfacción del propio deseo.
Quizás debía aprender a qué hacer con ese resto, como lo llaman los psicoanalistas. El resto no es solo una huella, un resto es lo que queda de una huella una vez ésta ha dejado de tener sentido para quien la ha leído como huella. De hecho, los restos arqueológicos, tan queridos por Freud hasta tomarlos como metáfora del propio inconsciente, son huellas en la medida que retornan de su estado de restos ilegibles para hacerse signos, significantes también del sujeto que desapareció con su inscripción. Volverán a ser realmente restos en el momento en que dejen de tener sentido para quien ha sabido leer en ellos esos significantes. Los restos son entonces, por definición, restos del sentido que los hizo huellas significantes, significantes que han representado a alguien, a un sujeto, para otros significantes.
Quizás me pasaba eso que Barthes señala en Fragmentos de un discurso amoroso: “La exuberancia amorosa es la exuberancia del niño cuyo despliegue narcisista, cuyo goce múltiple, nada (todavía) contiene. Esta exuberancia puede estar atravesada de tristezas, depresiones, (…) pero semejante desequilibrio forma parte de esa economía negra que me marca con su aberración, y, por así decirlo, con su lujo intolerable”.
No era el miedo a “quemarla” o “mufarla” de antemano, sino más bien cierta vergüenza que había heredado como ethos familiar. Hasta el día de hoy no puedo descular del todo qué es lo que me generaba vergüenza cuando contaba algo que involucraba mi deseo. Lo bueno es que ya no me pasa y eso es lo que me permite estar escribiendo ahora. No me acuerdo como “cerramos ese tema” creo que Vero me dijo algo así como “lo que pasa es que es importante perder ganando”. Miré por la ventana y asentí con la cabeza, pero no lo tenía claro, y tampoco creo tenerlo claro ahora.
Perder ganando
Perder no solo es deseable sino necesario. Y en este punto, tanto Grobocopatel como mi madre no hacen más que rechazar algo inevitable: la destrucción.
GeogesBataille en La parte maldita sostenía que la imposibilidad de continuar con el crecimiento da paso a la dilapidación y que rechazarla, por obscena e injusta, nos produce angustia: “esta atmósfera de maldición supone la angustia (o la debilidad) de la presión ejercida por la exuberancia de la vida”. Si no tenemos la fuerza suficiente de destruir nosotros mismos esa energía excedente, ella no solo no podrá ser utilizada, sino que “como un animal salvaje que no podemos domesticar, es ella quien nos destruye, somos nosotros mismos quienes padecemos las consecuencias de la explosión inevitable”.
Un análisis similar realizaba Simone Weil en La Ilíada o el poema de la fuerza al definir a la fuerza como eso que transforma a todo lo que se ve sujeto a ella en una cosa. “Hasta el límite, convierte al ser humano en una cosa en el sentido más literal de la palabra: hace de él un cadáver”.
Pero el derroche, la ostentación o el lujo no solo implican la insubordinación de lo humano a las formas homogéneas de producción y ganancias racionales. Se trata de un sacrificio que debemos estar dispuestos a pagar. Quizás las comunidades primitivas entendieron esto mejor que nosotros: sacrificar, dar una ofrenda a una divinidad en señal de reconocimiento, dar lo mejor de la comunidad. Así fue como a los ojos de hoy no podríamos comprender el potlatch ni el sacrificio de niños en la comunidad primitiva. Hoy la dilapidación se volvió inmoral porque cuesta identificar ante quien realizarla luego de las fallas que mostraron los grandes relatos de la potencia del Hombre ante un Dios desvanecido propios del siglo XX.
Cuando hablamos de ganar, no nos referimos a la circulación y adquisición de bienes en el mercado. También nos referimos a un modo de ser y de estar en el mundo. De hacer algo improductivo con nuestro tiempo.
Contemplar como operatoria del pensamiento es una forma de atención en donde nos vaciamos para darnos a algo, a alguien, a algunos, al mundo. Buscamos aquella sombra. En esa búsqueda, dejamos algo. Es por eso que al escribir cada palabra que o elegimos o nos engulle en el torrente del lenguaje, cada imagen recuperada es un modo de sacrificio. Cada vez que lo hacemos, una imagen se desprende del iceberg de la memoria e inaugura el deshielo. Tenemos que dejarla ser para otros.
Por eso es que no tenemos nada para ganar en el ethos ascético, que no solo nos priva de la exuberancia de la vida, sino que nos mortifica creyendo que hay un camino para salvarnos cuando no queda más que obedecer a la necesidad, a la materia de este mundo como sugiere Simone Weil en A la espera de Dios:
“Nada es tan bello como la gravedad en los pliegues fugaces de las olas del mar o en los casi eternos de las montañas. (…) Todos los horrores que se producen en el mundo son como los pliegues que la gravedad imprime en las olas. Por eso encierran belleza”.
O tomar uno de los versos más potentes de Yves Bonnefoy como mantra: “Sucedía que había que destruir, destruir y destruir / Sucedía que solo así puede ganarse la salvación”. Deberíamos aceptar el lujo, la exuberancia de la vida sin renunciar a nada, quizás a nosotros mismos por momentos. Deberíamos seguir entrenándonos en el derroche, en dejar ir, en saber perder, en hacer algo con esa sombra, con ese resto. Desde hace un tiempo que el método de dilapidar que más disfruto es contemplar la belleza. Vaciarme como modo de actuar en el mundo, es el único modo en que recuperamos la atención que es para Weil una acción capaz de destruir algo del mal que todavía queda en uno mismo.
Josefina Rousseaux, Concepción de Uruguay, Entre Ríos, 1990. Licenciada y profesora de Sociología (UBA). En la actualidad estudia Artes de la Escritura (UNA). Realiza colaboraciones para LatFem y trabajó como redactora de las secciones de economía e internacionales en la Agencia Télam. Hasta el 2023, trabajó en el equipo técnico y asesoramiento de discursos del ministro del Interior (2019-2023). En 2019, sus poemas fueron seleccionados en el concurso organizado por el Círculo de Estudiantes de Artes de la Escritura de la UNA y posteriormente publicados en la antología “Amenaza de Tormenta” (Salta el Pez). En 2023, quedó en la primera residencia de poesía de Bahía Blanca.