El silencio de la corriente: una crónica para el Afluente

No escribí ni corregí textos pensando en el festival de poesía al que me invitaron promediando mayo de este año. Cuando llegó la invitación, me distrajo de inmediato: ¿de dónde sacar material nuevo para leer en el festival?, si la consideraba en términos temporales, ¿de dónde provenía? Ese llamado, único e irrepetible, solo se solucionaba si dejaba pasar unos días, para entonces sí, ponerme a escribir pensando lo menos posible en el Afluente, el nombre que nomina a la doble jornada del viernes 15 y el sábado 16 de agosto.

Más que una limitar la trayectoria una biografía muy escasa, la invitación se dirigía, y aún resuena en estos días, a una proyección indefinida. No hay lugar, ni posición estable sobre la cual sostenerse y mirar el futuro brillar. La proyección, sujeta a las inclemencias del presente, destila un resplandor vertiginoso. En ese tenor sucede la escritura. Me levanto, prendo la computadora y transcribir, transportar muestras al laboratorio, almuerzo, escribir, caminar y dormir.

Quizás en ese intervalo haya algo que como poesía me hable para poder transformar las imágenes en palabras. Llego la semana antes del Afluente con material suficiente acumulado. Organizo las lecturas dividiendo los textos por día y en bloques de tres. Cada uno traza una secuencia parecida, de la ciudad a la amistad para finalizar con un rodeo sobre la época y el tiempo.

El festival tiene sedes en lugares que frecuento cotidianamente: la librería Del Otro Lado y el Centro Cultural y Social El Birri. Leí, por única vez, en ambos lugares, convirtiéndose así en los únicos espacios en los que alguna vez me escucharon leer. De frecuentar ambos lugares, y esto es lo importante,  es que conozco al equipo que puso sobre sus hombros -vidas, empleos y horarios- la enorme tarea de organizar un festival de poesía.

Gonzalo Vega, entre otros empleos, trabaja por las tardes en la librería. A Victoria Rittiner la escuchamos mucho en su hermosa banda Anajunno. A Pilar Cabré la conozco por Milagros -amiga notable- y me recibe en la apertura del viernes chocando puños. Con Lalo Liberatti trabamos amistad y fanatismo después de encontrarnos en un recital de 107 faunos.

Cada uno por su lado estamos en el mismo lugar, sea componiendo (textos, poemas, música, canciones), ordenando las mesas de la feria editorial, coordinando con el supermercado y entregando, a la hora de la cena, las viandas a quienes fuimos convocados.

Esa es la escena que predomina cuando llegamos el viernes minutos antes que comience la mesa de inauguración. Nos sentamos con Laura y es impactante el silencio que invade la sala, como si no hubiese nadie pero exactamente al revés, en un lleno completo arrancan las lecturas. Yo, que veo muy poco de por sí, intento reconocer rostros en el público mientras recitan Vale e Imanol, y no hay caso. La luz apunta sobre mis ojos y apenas distingo caras en la primera fila. Flotando, en las gradas de atrás, neblina y ningún murmullo: el escenario ideal para escuchar y ser escuchado.

A último momento, antes de mi turno, decido hacerlo al revés: leer el viernes los textos del sábado y el sábado los escritos del viernes. Después de leer, compro en la barra y confirmo mis sospechas. Hace años, quizás antes de la pandemia, que no se destinaba un fin de semana a la poesía en la ciudad, y quizás eso explique la atención expectante que atraviesa las veladas del Afluente.

La diferencia entre un día y otro es proporcional a la cantidad de cerveza acumulada. Cuando llegamos el sábado el clima de festival es aún más palpable, como si la noche anterior hubiese multiplicado sus efectos, como si nadie se hubiese ido y siguieran de largo trasnochando en la puerta.

La sala, originalmente pensada para teatro, se dispone de otra manera. Las lecturas son, en el turno trasnoche, en solitario y de pie sobre unos bloques cubiertos de tela negra. El silencio, igual al del viernes, extiende su enfática presencia. A esta altura, la suma de todo el público es ínfima por sobre el silencio. Mejor dicho, nunca pensé que tantas personas podían sostener una atención así de acuciante, es imponente como espectacular. Cambia la manera de pronunciar. Impulsa a la claridad y a la frescura, cada palabra con su ritmo adecuado, lo escrito adquiere una vida hasta entonces inaudita, y cuando tanta gente te escucha leer, la poesía expande el sonido por corrientes inimaginables, alcanzando entonces un letargo maravilloso.

Siento que algo cambia después de la lectura, que la literatura, o al menos mi manera de pensarla, no volverá a ser la misma después de toda la poesía recitada en el Afluente.

En el broche de cierre, todo se acumula hasta mezclarse. MVRB y Las Furias cruzan bases, voces y programaciones en una red perfecta para perderse en la burbuja sonora que se expande disipando un horizonte. Aleria V. lleva al lenguaje un poco más lejos, deslizando, canción tras canción, una cortina plástica de suspiros y misterios para envolvernos de emociones.

El movimiento más importante, quizás, sucede cuando cruzamos por última vez el hall del Birri para salir a charlar un rato más en la puerta. En las veredas de la ciudad espera que sus transeúntes, lanzados en la madrugada, persigan el habla de la poesía reanimando las calles menos transitadas, con el fluir de la corriente empujando incansablemente el mañana.