En el campo

Una de esas noticias del verano decía que las personas que viven cerca del mar padecen menos enfermedades mentales que otras que no tienen las olas cerca para verlas todos los días de su vida. 

Debe tener efectos parecidos a esos vivir en el campo, en el mismísimo campo, todos los días de tu vida, todos los días de tu vida viendo únicamente árboles,  escuchando el bicherío a toda hora dar sus recitales, viendo pasto, pasto, pasto, yuyos, flores, sol, nubes, la noche, las estrellas, ovnis, el viento, la lluvia, las tormentas, viendo flores y árboles de todo tipo, arroyos ahí nomás, pastizales de todos los estilos, cielo, nubes, sol, tajamares. 

Estar en una casa de campo unos días y prácticamente no tener internet. No sentir por un tiempo los efectos de la ciudad fabricando dolor, pero también, por algún milagro, fabricando poesía sin parar. Ver, desde el campo, el humo del cemento quemándose en diciembre a kilómetros como una señal de tiempos horrendos. Argentina, 2023, 2024. 

La casa quinta donde pasamos los últimos días de diciembre queda en Estancia Grande, un pueblo rural 20 kilómetros al sur de Concordia y a 18 kilómetros del río Uruguay. 40 o 50 casas, una escuela, un destacamento policial, un cementerio, un salón de fiestas, un desarmadero de autos, un almacén. Lo recorremos en bici una tarde, después un poco más caminando hasta el arroyo Yeruá, en un camino increíblemente aliviador, el último sol planchando el monte entrerriano. 

Otro día visitamos el cementerio de Estancia Grande. Chiquito, ordenado, limpio. 30 grados de temperatura. En uno de los nichos vemos pegada la factura del abono anual del espacio. “Para que veas que yo te lo pagué”, dice el mensaje escrito con birome roja. Poesía. 

Estar así, sin cables ni antenas, en el medio del campo, nos hace olvidar el delirio al que estamos sometidos por el gobierno del aberrante DNU. Fingimos recontra demencia. Jugamos al ajedrez, nos metemos en la pileta, tomamos mates. Por ahí logro ver alguna noticia y entonces la angustia aparece otra vez, unos segundos, y la pateo para más adelante cuando veo las hortensias de color rosado pastel alumbrar los bordes de las galerías. Como en un paisaje de película de Lucrecia Martel, como en unos versos de Marosa di Giorgio donde las plantas, las frutas y los animales te llevan y te traen.  

Parte del grupo que fuimos a Estancia Grande llegó desde Concordia en auto y otra parte llegó en bici; 22 kilómetros pedaleando por colectoras, la Ruta Nacional 14 en dirección sur, puentes, cueros de vacas tendidos a la venta en un almacén rutero, camiones brasileros, caminos de ripio, plantaciones de eucaliptus, plantaciones de naranjos abandonados. 

La lectura de un poema, dibujos en cartulinas blancas, ovnis, bandas mexicanas y argentinas de ruidismo, inflación, marchas en las calles, Maradona. Le cuento a un amigo que el nombre de la increíble banda Reynols fue elegido por un perro al pisar el control remoto del televisor y también le digo que John Lennon era de Chacarita y nos reímos a carcajadas. ¡Ahí nomás saltan unos hinchas de Racing diciendo que Lennon era de la Academia! 

Leo en el campo un poquito del hermosísimo libro Once Sur de Cecilia Pavón. Leo un poco de El mundo de los otros de Bob Chow, un texto de compleja clasificación donde Chow retrata su relación de amigos con Carlos Busqued, suma historias de tribus del Amazonas y la vida de un letón que emigró hacia Argentina en alguna parte del siglo XX. Belleza de escritura la de Chow, que cumple con la premisa aireana de crear algo nuevo antes que algo bueno, porque ya existe demasiada literatura buena.

Los días en Estancia Grande terminaron, volvimos a la ciudad.