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Fragmentos de Argelia

Hace un tiempo, un amigo me contó el motivo que tuvo Zinedine Zidane para darle un cabezazo a Materazzi. Lo recordarán. Es un momento épico de los mundiales; incluso existe una escultura de cinco metros de altura, exhibida con frecuencia en diferentes museos, que lo inmortaliza. Charlábamos sobre Argelia y el mundo árabe a partir de que yo le contara mi intención de escribir una novela ambientada en la zona del Mediterráneo, entre la costa turquesa y las islas españolas. Mi amigo es descendiente de sirios, y sus abuelos, como tantos otros, emigraron a América huyendo de la invasión turca. Lo irónico es que, para recibirlos en nuestro país, el ingenio criollo no haya tenido mejor idea que apodar a los árabes como turcos. Algo que la comunidad árabe parece haber asimilado de un modo envidiablemente pacífico pero que sin duda, en aquel contexto, no podía resultar menos que insultante. Respecto del cabezazo, Nicolás me dijo que Materazzi había provocado a Zidane diciéndole argelino de mierda, y que esa frase había desencadenado la reacción desmesurada del francés. Aunque decir desmesurada tal vez sea un error, y resulte más conveniente decir que se trató de una reacción proporcional a lo que esas palabras provocaron en el ánimo de Zidane. Pensemos: Italia y Francia disputaban la final del mundial, final que Francia terminó perdiendo. Otro podría haber sido el resultado si su mejor jugador no resultaba expulsado. Pero el italiano, con su provocación, había cruzado una línea, y había convertido el campo de juego en un campo de batalla. Si bien Zinedine nació en la ciudad francesa de Marsella, su familia, de origen berebere, había emigrado desde Argelia poco tiempo antes, en plena guerra independentista. No conozco los pormenores de la familia Zidane, pero debo confesar que me gustó suponer que en aquella final del mundo las palabras de Materazzi habían pegado en un lugar que dolía mucho. Demasiado. Lo suficiente como para desatar una guerra. Y entonces, ¡plaf!, el cabezazo. A esto Nicolás me lo contó hace aproximadamente dos años, y desde entonces pienso con frecuencia en esa situación. Todavía no tengo la respuesta de por qué lo hago, pero de un tiempo a esta parte pienso mucho, demasiado, en todo lo que tenga que ver con Argelia.

Hace unos días cometí el error de googlear sobre el asunto del cabezazo. Me resistí a hacerlo durante mucho tiempo por temor a desilusionarme. El cabezazo, con el sentido que ofrecía el relato de mi amigo, era un cabezazo redentor, uno en el que Zidane había olvidado que era francés para convertirse en argelino. Por eso, quería creer yo, había sido expulsado. Por poner por delante una causa mayor a la de una final del mundial de fútbol. Me gustaba pensar que también por eso había sido homenajeado con un monumento: por llevar adelante una cruzada justiciera que terminaría pasando a la historia muy por encima de sus jugadas memorables. Nadie puede negar que Zidane fue un gran jugador pero la mayoría, sin lugar a dudas, lo recordamos por su cabezazo.

Ahora, luego de haber contrastado el relato de mi amigo con las crónicas, puedo decir que la situación fue otra. Por algún motivo no inocente, es decir, también provocador, Zidane le pidió al italiano que dejara de tirarle de la camiseta, que si tanto la quería se la iba a regalar después del partido; a lo que el otro contestó: prefiero a tu hermana. Y entonces, ¡plaf!, el cabezazo. Al día de hoy, Zidane dice no enorgullecerse de lo que hizo, pero de ninguna manera perdona a Materazzi por haberse metido con su hermana. Una situación no menos agraviante, pero sin duda mucho más convencional: ya sabemos que las hermanas y las madres son, en los partidos de fútbol masculino, las parientes más recordadas. Por este motivo, para Materazzi, lo que dijo fue algo demasiado inocente, una tontería que no justicaba semejante reacción.

Como sea, si conocer el relato de los protagonistas me desilusionó fue porque vino a desmantelar el relato de mi amigo. Podría decirse que la verdad de los hechos desilusiona, pero también podemos pensar que cualquier ilusión que uno abriga es la flor de una verdad enterrada. Hay allí un enigma, que en mi caso tiene que ver con cierta obsesión inexplicable con Argelia. En este sentido, lo verídico constituye la antítesis de lo verdadero o, al menos, su obstáculo. La ficción, por su parte, desprovista de la obligación de aspirar a lo verídico, se encuentra siempre, por lo tanto, más cerca de la verdad, mientras que toda aspiración por lo verídico esteriliza la verdad y empobrece la posibilidad de la ficción. Esto fue lo que ocurrió cuando la constatación de lo verídico desmanteló la ficción que, a partir del relato de mi amigo, yo mismo había montado respecto del sentido del cabezazo. Mi propia verdad.

 Me gustaba la idea del cabezazo redentor. Me gustaba pensar que el insulto argelino de mierda tocaba la herida inicial, la fractura histórica que hizo que Zinedine naciera en Marsella. Pensaba, quería pensar, que siempre hay dolor, herida, en los orígenes de un artista, porque decir artista o deportista, en el caso de Zidane, da exactamente lo mismo. Y ese gusto, esa inclinación a considerar las cosas de esta manera, ese querer ser Zidane para dar un cabezazo redentor, es la pista de una verdad propia que aun desconozco.

Dejemos abierta la idea de fractura. En el caso de las tierras del Mediterráneo se trata de una verdad trascendental, porque otra también hubiera sido la historia si el devenir de la evolución geológica no hubiera producido el desgarro de aquellas tierras que ahora denominamos, para distinguirlas, Europa y África. El Mediterráneo, el mar en medio de dos tierras, surgió a partir de la fractura. Su cuenco fue llenándose a cuenta gotas con agua del Atlántico a través del Estrecho de Gibraltar. Apenas una gotera a través de una fisura que, con el tiempo, produjo o contribuyó a la fractura. Ahora existen, sueltos por ahí, pedazos, miembros, jirones de tierra a mitad de camino entre los dos continentes. Lo que llamamos islas, con sus hermosas playas y sus aguas sin mareas. Hay también circuitos turísticos y una constante inmigración africana considerada ilegal por la comunidad europea. Ahora, mientras escribo, un grupo de africanos está atravesando el Sahara para llegar a la costa Mediterránea, para cruzar a Europa en busca de una oportunidad. Muchos de ellos serán explotados de todas las formas posibles antes de alcanzar a embarcarse y, quienes lo hagan, tal vez mueran ahogados a mitad de camino. Cabe mencionar, porque acaba de acudir a mi mente, que El extranjero transcurre en Argelia, país que se conoce también como el de las mil y un naciones, y que en esa historia un árabe es asesinado por pretender ajusticiar a su hermana. Un Zidane derrotado, podría decirse, inmortalizado, en el relato de Camus. Un relato previo a la guerra independentista argelina. Otra de las grandes fracturas de aquellas tierras. Pero ese es otro cantar.