Historia del libro

Se ha dicho mucho sobre escribir una página al día y al final del año tener un libro terminado. César Aira tiene ese hábito, por ejemplo. No es sencillo y además es bastante fastidiosa la imposición ¿una página al día de qué? ¿para qué? Trescientas sesenta y cinco páginas, la tarea de un condenado a escribir. Preparación para el amor de Leticia Obeid toma esa consigna, escribe casi todos los días hasta reunir doscientas ochenta y tres páginas y consigue un libro. Julia Cameron en “El camino del artista” dice que hay que escribir todas las mañanas tres páginas sin pensar, ofrece algunas instrucciones también. Después publicó al menos treinta libros más. No voy a decir nada al respecto porque no leí ninguno, excepto que no estoy de acuerdo en vivir el deseo como un deber.

En mi caso, aprendí a amar los libros antes de poder leerlos, sentado en el piso sin cerámicos al costado de la cama de mi papá mientras él leía. El único momento en que, extenuado de levantar techos ajenos, se volvía accesible. Mi papá ama los libros, pero sobre todo ama la idea de él leyendo. Cuando lo llamo al geriátrico, le pregunto acerca de alguna noticia de actualidad y me contesta que no mira televisión, que prefiere leer. Cuando mi mamá vivía, no hacía más que ver televisión. Estaba suspendido. Ahora me cuenta que en el baño del geriátrico hay una ventana, entonces pasa largos ratos ahí mirando la plaza de enfrente. Cuenta los autos estacionados, los que pasan. Mira los árboles, reconoce casi todos. Inventa historias. Una vez me contó un proyecto que tenía para un libro. Al comenzar la lectura, el lector iba a interpretar que se trataba de la descripción de una sociedad. Al final o en algún momento, íbamos a descubrir que se trataba de hormigas. De un hormiguero. A lo mejor no desconocía que, para Dostoievski, el hormiguero era su imagen favorita para describir el socialismo.

Hay libros y personas que nos alientan a fallar, a equivocarnos. En un pasaje de “La Cosa”, Heidegger se pregunta qué es lo que hace el alfarero cuando modela las paredes de un cántaro. “Da forma al vacío”, se contesta. El alfarero capta lo inaceptable del vacío, lo produce como un continente y le da la forma de vaso. Lo que hace del vaso una cosa es el vacío que contiene. Le da entidad al vacío. En “Recuerdos de la casa de los muertos”, Dostoyevski describe cómo los prisioneros, sin razón aparente, atacan a un guardia sabiendo que el castigo puede ser fatal. ¿Por qué? Porque en la esencia de lo humano está la posibilidad de la sorpresa. ¿Que sería el vacío? Algo nuevo, nada más. La posibilidad para un movimiento. Deleuze se ríe del miedo a la página en blanco. No está vacía, asegura. Al contrario, está tan llena de palabras leídas u oídas, de historias que dificultan poder escribir y no dejan lugar para nada más. Escribir es, fundamentalmente, borrar “un escritor nunca ve la hoja sobre la que escribe”, dice Pascal Quignard,” Solo los profesores y los periodistas hablan de la página en blanco. Yo nunca vi mi mano escribir”.

Donde viajo, llevo libros. Casi nunca los leo, incluso vuelvo con más cantidad de los que llevé. Creo que son pequeñas bibliotecas portátiles. Estuve tantos años de acá para allá que me volví un experto en encajar libros en bolsos. Me parece que me ayudan para hacer de cualquier lugar un hogar. ¿Por qué libros y no otra cosa? Me identifico con las plantas, pero son más difíciles de trasladar y mantener vivas. No se pueden pasar plantas por los aeropuertos, en cambio los libros son objetos compactos, apilables. Reemplazables también. No me apego a los libros, los necesito cerca, pero pueden ser intercambiables. Por ejemplo, de “La invención de la soledad”, la novela de Paul Auster, tuve tres o cuatro versiones. Una de ellas se la regalé a mi papá que, antes de irse a vivir a España, me la regaló de vuelta. Cuando me mudé a Buenos Aires la dejé en el departamento que alquilaba en Rosario y me la robaron. Lo que más lamenté es un mail que le había mandado a mi papá desde Argentina y él le pidió a mi mamá que lo imprima y estaba adentro del libro. Tengo una versión nueva de Seix Barral, pero la carta se perdió para siempre. Mi papá con el alzhéimer también. Por eso cuando mis libros se agotan, no hago re ediciones. Muy tempranamente tomé esa decisión. No ignoro que la frase “segunda edición” se ve muy bien impresa en la tapa, pero para mí que algo termine resulta una oportunidad imperdible para que empiece otra cosa. Si se agota un libro, escribo otro. Estoy muy atento a eso, una cosa es ser un escritor exitoso y otra ser un sujeto melancólico.