Historia del llanto

Nunca lo vi, pero en esos gritos que pegaba para que mi mamá y yo dejáramos de discutir era como si llorara. Cuando se murió yo tampoco lloré, empecé a tomar helado todos los días, un cuarto dando vueltas con mi novio casi adolescente en su auto por el centro de Arroyo Seco. Lento por la calle principal. No había nadie. Y así fue como muchas veces no lloré, tomé helado. No lloré, fumé en el lavadero. No lloré, salí a correr.


Estuve varios años sin llorar, como mi papá. Desplazando el llanto a otras acciones, cada vez más variadas. Solo lo hacía con películas. Ni siquiera con canciones. Algunas veces con libros. Me acuerdo de la primera vez que lloré con un poema. Se llama “Los bares” y es de Bernardo Orge. Hay un largo recorrido en chata. Una F-100 modelo 89 que es casi la protagonista. La f-100 es uno de los vehículos que de por sí me destruyen. Su traqueteo. Lo poderosa que me sentí cuando mi hermano me dejó manejarla. Esa síntesis de trabajo y aventura. El sujeto que habla en el poema está sentado en la caja, sobre el tubo de gas. Van a la casa de la que era la novia de un amigo suyo que se murió. Todo es muy reciente. En la cabina, la mamá y la hermana del amigo que murió y el Chino, otro amigo, que maneja. La chata se mueve a cierta velocidad mientras los personajes están en pausa. Ese contraste creo que aporta lo suyo. Llegan. Comen. En la casa hay perros y vino. Vuelven. La madre está un poco borracha y les pide al final que, por favor, la lleven a Avenida Pellegrini, a ver chicos, que la noche está hermosa.


Sin embargo, la f-100 no es lo que más me emociona. Tampoco que esa mujer les diga a los amigos del hijo que puede ser su mamá porque ellos no tienen una. Ni siquiera que el poema empiece sin sugerencias diciendo en el primer verso: “Nuestro amigo se murió”. La emoción empezó fuerte casi sin que me dé cuenta. Tenía que ver con la duración de los versos. Cada verso era una oración. Parece algo demasiado pequeño, pero va ganando sustancia. Que no haya cambios de ritmo. Que no haya aceleración ni detención. Tan solo mantenerse. No hay saltos hacia los versos siguientes. Quien hace un duelo ya sabe que la cosa es día a día. La mayoría de los versos son autoconclusivos. Y constatan que las cosas siguen estando en su sitio. Afirman, breves, para no dejarse caer. Como aprender a andar en bici. O en kayak. Lo más seguro es la velocidad constante.


En ese mantenerse del poema, no se lo ve llorar, pero llora. Así termina un libro que me gustó mucho. La narradora dice del protagonista “no lo vi llorar, pero lloraba”. Es increíble cómo una cosa lleva a la otra. No sé por qué, pero esto de las oraciones que corresponden con los versos, esa contención, es lo más parecido a llorar que encontré en un poema. Una de las extrañas formas de desplazar el llanto a otro lugar.


Los bares


Nuestro amigo se murió.
Ahora yo estoy sentado en la caja de la chata.
Vamos para la casa de la que era su novia.
Ella cumple los años.
No puede decirse que ninguno la conozca.
Salían hace poco.
Ahora que todo es muy reciente vamos a verla.
La chata es la del Chino.Es una Ford F-100 modelo 89.
Sentadas al lado de él van Leticia y Camila.
Ellas eran la madre y la hermana de Alejandro.
Alejandro es el amigo nuestro que se murió.
Yo voy sentado en la parte de atrás de la chata.
Sobre el tubo de gas.
Avanzamos por San Juan de forma maquinal.
Hay casas residenciales y algunos negocios,
por ahora que apenas si cruzamos Oroño.
Las luces de los autos me encandilan.
Yo veo luces blancas
porque voy de espaldas a la cabina de la chata.
Alejandro, en cambio, veía luces rojas.
Encendidas por la intermitencia de los frenos.
Ahora pienso en el Ale desandando esta calle.
Solo en su camioneta yendo a ver a Virginia.
Trato de imaginarme las cosas que pensaba.
Mientras tanto, estamos cruzando Avenida Francia.
Es viernes a la noche.
Y es linda noche para el quilombo gastronómico.
Los bares están llenos.
Vamos para Fisherton.
Sé que cambia al oeste.
Espero la vía que tuerce el trazado urbano.
Espero el momento en que nos demos a Mendoza.
Siento ruido de motores, de personas, de música.
La camioneta salta.
Un bache en el camino.
Apenas si escucho que en la cabina conversan.
Nos para un semáforo.
Por el parabrisas una pareja discute.
Frenaron atrás nuestro.
Al verme, se callan.
El cambio paulatino de la gente y las casas.
Cruzamos la vía y después la pasarela.
Es Circunvalación.
Eso de arriba nuestro es Circunvalación.
Yo veo las luces claras.
Pero agarramos Donado y son menos las luces.
Es un barrio de conformación irregular.
Algún que otro monoblock de dos o tres plantas
y un par de casitas con paredes sin revoque
alternando con amplias casonas entejadas.
Pasan algunos pibes.
Las motos deambulan para un lado y para el otro.
Nuestro amigo se murió.
Venía para acá mirando las luces rojas.
Un montón de pares de ópticas que se encienden
y se apagan según el ritmo del tráfico.
La camioneta para.
Hay gente en la vereda.
Encontramos el lugar.
Es una de las amplias casonas entejadas.
En la esquina una inscripción:
Hoy a las 9 hs me quisieron robar,tengan ojo si salen.
Mientras bajamos y enfilamos hacia la puerta,
Leticia se me acerca.
A ver, nene, escuchame.
Me dice: pensé en algo.
Viste que perdí al nene.
Bueno, dice, vos y el Chino no tienen mamá.
No, no tenemos, digo,
y mientras tanto vamos entrando al caserón.
Bueno, yo los adopto.
Me parece que trajimos las pizzas al pedo.
Y el vino Toro Viejo, pienso,
va a quedar lleno arriba de la mesa.
Como una muestra del tacto entre desconocidos,
muleteando lo ripioso en la conversación.
Nuestro amigo se murió y el perro nos recibe.
Momento de los saludos,
apretones de mano.
Toda gente amable.
En el patio hay un quincho.
Se descorcha el vino aunque nadie vaya a tomarlo.
Todo pende de un gesto.
Leticia se está yendo de mambo con la birra.
Permanece en silencio.
Me tengo que hacer cargo de conducir la charla.
Virginia está bien.
Nos quiere conocer.
Nos habla de sus planes.
Se conversa de música.
Todo empieza y termina en la guitarra criolla.
La voz del Ale en una grabación digital.
Cantaba una de Whiters.
Esa que dice no hay luz del sol cuando no estás.
Y en un par de horas el cumpleaños se termina.
Suficiente para que Leticia se emborrache.
Para que quiera irse.
Capaz que no volvemos a vernos nunca.
Comimos bastante bien.
Así que estamos de nuevo en la camioneta.
Yo pienso en la botella llena de vino Toro.
Ahora voy adelante con Leticia y el Chino.
Veo las luces rojas.
Vamos medio dormidos
y avanzamos en silencio por calle Mendoza
hasta la rotonda del Parque Mitre.
Ahí, Leticia empieza a hablar.
Al principio murmura.
Apenas si urde frase.
Venía en un silencio difícil de romper.
Dice que la noche está especialmente linda.
Con la atención excitada cruzamos la vía.
Dice algo sobre la brisa al lado del río.
Deja pasar las cuadras.
No quiero volver a mi casa, dice,
y nos para el semáforo de Avellaneda.

En las esquinas los mozos reparten bebidas.
En las mesas se acumulan envases de porrón.
Leticia mira la escena por la ventanilla,
vamos a algún bar que quiero ver a los chicos,
dice, tengo ganas de ver algo de movimiento.
Llévenme a los bares del centro y a los de las avenidas.
Está hermosa la noche para tomar algo,
quiero escuchar las conversaciones de la gente.
Llévenme a algunos bares, dice, vamos,
no se preocupen que yo los invito,
no se preocupen que vamos a pasarla bien,
llévenme a los bares donde ustedes escabiaban,
nos pide Leticia, por favor.

Bernardo Orge. Folk. Editorial Municipal de Rosario, Rosario, 2014