Afuera, en alguna parte de esos campos hay ciervos, liebres, quizás jabalíes. Y más allá están los ríos y las rutas, rodeando ciudades a oscuras. Le parece extraño pensar que, en ese mismo momento, en una de esas ciudades está su casa, vacía y en silencio, sin enterarse de nada.
Son las tres de la mañana. Todavía está vestida, mira la oscuridad entre los árboles, por la ventana. Puede sentir el espacio abierto, inmenso, más allá de los límites del parque y de la pequeña ciudad. Su esposo duerme profundamente. Le instalaron una cama al lado suyo pero, desde que llegaron a Puiggari, tiene la sensación de que él duerme el doble, y ella la mitad.
Le gustaría que amaneciera ya mismo: que entraran los médicos y las enfermeras, que despertaran a su esposo, le dijeran que es hora y se lo llevaran vestido solo con una bata bastante ridícula, azul. Odia los hospitales, su olor a limpieza antinatural. Quiere que todo termine lo más rápido posible.
Por otro lado, en ese momento su esposo está soñando, mueve los labios y los párpados, y el aire sale silbando de su nariz, mientras ella deja correr la ruleta de recuerdos y pensamientos, hasta que el azar señale al que tenga que aparecer. No puede estar segura de que va a pasar más adelante, así que si la noche fuera a detenerse sería un buen momento.
Sin embargo, eso no sucede. Las horas siguen su curso en línea recta y, un rato más tarde, un enfermero entra a la habitación. Ya le dijo su nombre antes, pero no lo recuerda. Siente el rastro que deja su perfume: mezcla de desodorante y loción de afeitar. Es su ronda nocturna, pasa para asegurarse de que todo esté bien, e intenta convencerla de que duerma. Mucho tiempo después, cuando esa noche se haya desdibujado y cambiado de forma en su memoria, va a darse cuenta de que algo en su voz la había hecho acordar al locutor de un programa de radio que, cuando ella era chica, todas las noches escuchaba su mamá.
Pero en ese momento se pone a hablar con él simplemente porque tiene la necesidad física de hacer algo, de dejar de estar ahí sentada, esperando.
Es peruano, de un pueblo muy chico cerca del comienzo de la selva. Es zona de ceja de selva, le dice bajando la voz, y le cuenta que una vez, caminando con su hermano, vio un tigre. ¿Un tigre? le pregunta ella, incrédula, pero ya está intrigada por conocer el resto de la historia.
Escucha cómo los dos niños salieron corriendo del tigre, que asomaba el pecho y la cabeza entre unas ramas. Se alejaron lo más rápido que pudieron, después de un rato se sintieron a salvo, se dieron vuelta para mirar, y no había nada detrás de ellos. Cuando crecieron, solo uno estaba seguro de haberlo visto, el otro decía que se lo habían imaginado. En ese momento, ella tiene enfrente al que todavía podía ver los ojos amarillos del tigre clavados en él.
Esa historia le gusta. La ayuda a salir por un rato de la habitación. Ahí adentro, hay un cuadro de Jesús y otro de un campo de flores blancas. Supone que los colgaron para hacer más agradable el ambiente, pero a ella, por algún motivo, la hacen pensar en mujeres hablando mal a sus espaldas.
Cuando el enfermero ya está por irse, le pregunta de dónde puede sacar algo para tomar. Más que una pregunta es un impulso. Algo muscular. Le había gustado sentirse afuera y no está lista, todavía, para volver a la espera, a sus propios pensamientos. ¿Agua?, contesta él, señalando el dispenser. Están en un pueblo adventista, montado alrededor de una clínica adventista. Ella atravesó toda la provincia para llegar hasta ahí, mañana van a operar a su esposo del corazón, y no le entra en la cabeza no poder tomar alcohol.
El enfermero le da algunas explicaciones sobre cómo llegar a la máquina expendedora de gaseosas. Ella no contesta. Es una libertad que empezó a tomarse desde que su esposo necesita muchos más cuidados: si no quiere ir a algún lugar no va, si no quiere hablar se calla, si alguien o algo le parece estúpido o agotador lo ignora sin culpa. Le recuerda a cuando estaba embarazada, y se sentía con el derecho de hacer lo que quisiera. Y en ese momento, quiere algo más fuerte que una gaseosa.
Hay una estación de servicio, si quiere yo la puedo alcanzar, dice él, y se queda parado al lado de la puerta. Tiene la piel, el pelo y los ojos marrones, iguales a los de ella. Los ojos de su esposo, en cambio, son claros. Y su piel es blanca como papel. Cuando se abrazan, se sientan juntos o simplemente están uno al lado del otro, la diferencia entre sus colores se acentúa.
El turno del enfermero está a punto de terminar, lo espera en la habitación mientras deja en el guardarropa su uniforme de trabajo. Ella trajo poco: dos pantalones oscuros y el suéter que tiene puesto. Aunque nunca está mal vestida, creció en el campo, en una casa con ocho hermanos, y arreglarse demasiado le parece tramposo, una señal de vanidad. Se mira una vez al espejo: pelo corto, bien peinado. Anteojos de marco dorado, un poco de ojeras, pero su piel todavía es firme, su cuello largo y delicado.
Mira a su esposo. Al contrario que a ella, a él siempre le había sido fácil dormir. De joven, dormía tranquilamente diez horas de un tirón, mientras ella daba vueltas en la cama. Ahora, con los ojos cerrados hace tiempo, parece estar convirtiéndose en la versión más fiel de sí mismo.
El enfermero toca la puerta, y caminan juntos hasta la salida de la clínica. Sin su uniforme blanco, nada camufla el hecho de que es un hombre bastante más joven que ella. De todas formas, no le parece que tenga edad para ser su hijo. Le pregunta si esa estación de servicio es el único lugar en el que venden alcohol. El se ríe. Por supuesto que no, pero es el único abierto a esa hora. La mira de costado, sonríe un poco perplejo. La clínica está rodeada por un parque muy cuidado. Los árboles tienen formas geométricas, el piso está lleno de cáscaras de huevos de paloma. No hay autos en las calles, no hay ruidos ni basura. Es que en este pueblo son muy religiosos, dice él, y ella escucha el tono levemente burlón.
Al otro día, un bisturí va a abrir el pecho de su esposo, separar las venas y válvulas de su corazón. Limpiar, cortar, arreglar, sacar de acá para poner allá, mientras una máquina bombea sangre y oxígeno al resto del cuerpo dormido. Ella nunca confió en nada más que en los poderes curativos del frío, el té, el azúcar y el agua oxigenada. Tuvo tres hijos y los tres crecieron sin problemas. Pero en los últimos meses, su mesa de luz se había llenado de amuletos protectores, cintas rojas, estampitas.
En el auto hay olor a lavanda y a cuero. Él baja las ventanillas con un botón, ella pregunta si puede prender la radio. A esa hora algunas pasan discos enteros, sin cortes. El la prende, suena en continuado y de fondo una voz que canta en inglés.
La ciudad, a oscuras, parece una escenografía: la plaza, el banco, la escuela. Todo sospechosamente prolijo y nuevo. Avanzan, y ella trata de imaginarse que es lo que sucede adentro de las casas: secretos, sexo a escondidas, peleas. No tiene la menor idea de adónde están yendo. La luna está arriba, tiñe el pasto y las veredas de azul.
Mientras maneja, él le cuenta sobre los adventistas. Al parecer, esperaron dos veces la llegada de Jesús. Las dos fallidas, le aclara. Se habían juntado miles de fieles en el desierto texano, habían encendido velas, habían horneado pan. Habían rezado varias noches seguidas, se habían agarrado de las manos, llenos de expectativa, cada vez que veían pasar una estrella fugaz. Es como ir a la playa y sentarse a esperar que pase una sirena, le dice.
-¿Y por qué trabajás para ellos?
-¿Para quién?
-Los adventistas.
El enfermero sonríe, hace un gesto con los hombros, restándole importancia a la situación. Ella reformula la pregunta: ¿Cómo es que había terminado viviendo ahí?
-Por mi ex -contesta.
-¿Ella vive acá?
-En Perú.
Toda la facilidad que tuvo para contarle sobre el tigre y los adventistas se esfuma. Se afirma al volante, erguido. Ella puede notar la incomodidad. Y también la espalda amplia y angulosa, la mano derecha tan cerca de su rodilla izquierda. Se quedan en silencio, ella se dedica a sentir el viento en la cara. Después, el silencio muta, de la manera en la que siempre muta, y los dos se sienten cómodos sin hablar.
-¿Y hace cuánto está casada? -pregunta él, después de un rato.
-Veinticinco años.
-Ah, bodas de plata -dice.
El bar de la estación de servicio es el único lugar de la cuadra con las luces prendidas. Baja ella, adentro hay un hombre mayor que la mira de arriba a abajo, pone mala cara y le dice que no con la cabeza cuando le pregunta qué tiene para tomar. ¿Nada?, le pregunta ella. Gaseosa, es todo lo que responde él. Ella mira de costado al enfermero a través del vidrio, y vuelve a insistir. No, no, no, repite el vendedor. ¿Usted viene de la clínica? ¿Quién la mandó acá? Un amigo, intenta ella. Si no va a consumir nada se tiene que ir, la corta en seco el vendedor.
El enfermero debe haber notado algo desde el auto, porque entra a la estación y saluda con el mismo tono de voz con el que, hace un rato, le dijo a ella que durmiera un poco. Un nuevo ¿quién los mandó acá?, es todo lo que consigue. La actitud del enfermero se transforma. Le contesta, brusco, que él ya había comprado antes ahí. Ella se da cuenta enseguida del error, e intenta resolverlo: ya nos vamos, dice, no hay problema. Fue una confusión.
¿Acá? ¿A quién le compraste?, dispara el hombre. Si no van a llevar nada se van a tener que ir, ya estoy cerrando.
El enfermero no se mueve. Sabe que venden cerveza ahí, no entiende cuál es el problema. Tiene la cara tensa, mira fijo al vendedor. ¿Qué tan difícil es que les venda una cerveza si le vende a todo el mundo?
El vendedor contesta que no sabe de qué está hablando, que se confundió de lugar.
No me confundí, se empecina el enfermero, inmóvil, pero ella le agarra el brazo y tira de él. Si su esposo la viera ahí, nerviosa como una adolescente, probablemente se reiría de ella. No en ese momento, frente al enfermero, pero si después, cuando estuvieran solos. Salen, en realidad, ella sale y él la sigue, con las manos vacías. Después de un silencio breve, parados al costado del auto, él le dice que sabe de otro lugar en donde intentar. Queda cerca, aclara. Esquiva la mirada como si estuviera decepcionado, o triste, ella no puede diferenciarlo pero, sea lo que sea, le parece un poco exagerado. Se pregunta si está intentando impresionarla. Piensa en su esposo, dormido. Cuando duerme parece anclar en sí mismo, hundirse bajo su camiseta de algodón, mucho más allá de la piel blanca y las venas azules. A veces, le habla y él le contesta sin abrir los ojos, desde un lugar al que ella no puede entrar. Todavía no está lista para volver.
Se acomodan en los asientos, asoman los codos por las ventanillas, el vuelve a prender la radio. Hacen los movimientos necesarios para disolver la incomodidad. Arrancan y dan vueltas por lo que, le parece a ella, es siempre el mismo barrio. Se miran el uno al otro, pero nunca al mismo tiempo. Solo cuando están seguros de no cruzar miradas, mientras el otro está absorto en sus pensamientos o mira fijo adelante.
Por los espejos, la calle se desliza hacia atrás. De a ratos ven la clínica a lo lejos: un gran rectángulo blanco rodeado por las siluetas de los árboles. Pasan por el frente de dos quioscos cerrados. Bajan la velocidad frente a un tercero: cerrado. En el cuarto ven una luz encendida, ella baja del auto y toca el timbre, pero nadie abre. Vuelve a subir, él se queja en voz baja. El mal humor hace que su acento se note más.
-No tenemos suerte -dice ella, para llenar el aire.
Pocas cuadras más adelante, él golpea apenas el volante con las manos, suspira. No puede creer lo difícil que es tomarse una cerveza en ese lugar. Se ríe, decepcionado.
-Volvamos -le dice ella-. No pasa nada.
-Me hubiera venido bien tomar algo -contesta él-. Llevo casi tres días de guardia.
-¿Y por qué no renunciás? -le pregunta ella-. Podrías trabajar en otro lado.
-Tiene razón -aprovecha él-. ¿Adónde vamos?
Ahora es ella la que se ríe para defenderse. No quiere pensar en dónde va a terminar esa conversación. Quiere quedarse ahí, en la superficie. Sin decidirse a dar la noche por terminada, él le cuenta sobre los lugares que van pasando: una plaza con un arco de imitación romano, varias capillas, la entrada de un campus universitario que parece sacada de una publicidad. En cierto sentido es como una ciudad turística, le dice. Oleadas de pacientes y estudiantes de medicina llegan, se quedan un tiempo, se hacen parte del paisaje y después vuelven a irse. Lo bueno es que nunca es temporada baja, contesta ella. Él se ríe, un poco sorprendido por el chiste.
-¡Ah! -dice de repente.
-¿Qué? -pregunta ella.
-Me acordé de algo.
Dobla en la esquina y sigue un par de cuadras, ella ve la clínica a lo lejos una vez más antes de que arrime el auto a la vereda. Ya vengo, dice y esta vez se baja él del auto. Se acerca a una puerta de la que cuelga un pequeño pizarrón que dice “Kiosco”, toca el timbre. Alguien que ella no alcanza a ver abre y lo hace pasar.
Más que turista, se siente extranjera. En su ciudad, las cosas cambian muy lento. Sus vecinos son los mismos hace veinte años, desde que ella y su esposo compraron la casa en la que viven. Sin embargo está cómoda en ese auto, después de los últimos días en la clínica. Ahora puede sentir el aire fresco en los brazos.
El enfermero aparece, se queda hablando unos minutos más en la puerta, de espaldas a ella. Cuando se da vuelta tiene una cerveza en la mano.
-Un amigo -es toda la explicación que le da.
Es una sola, pero es mejor que nada. Deciden estacionar frente al parque que rodea la clínica. Ella no recuerda la última vez que tomó cerveza en lata con alguien, le parece que él va a notar su falta de costumbre. Está helada, el primer sorbo amargo le da un escalofrío. Se la pasa a él, que toma un trago largo con los ojos cerrados. Cuando se la devuelve, aunque apenas haya tomado, ella ya se siente más liviana.
Mientras la lata se vacía, él empieza a contarle sobre Ali, su ex. Cuando todavía era estudiante, en Perú, había manejado por un tiempo el taxi de un conocido, y ella fue su pasajera. Se habían puesto a hablar, él tuvo un rapto de entusiasmo y la invitó a sentarse en el asiento del acompañante. Para su sorpresa, no solo aceptó, sino que pasó el resto del turno haciéndole compañía. Estuvieron casados, pero solo un año: bodas de papel. La idea de venir a trabajar a Argentina había sido de Ali. Pero lo dejó pocos meses antes de subirse al avión.
Así que habían pasado los años y él seguía ahí, cumpliendo con su parte del plan, piensa ella, y recuerda la tristeza que le pareció desproporcionada más temprano.
-¿Cuántas operaciones de corazón ves por año? -le pregunta en un impulso.
-Muchas.
-¿Y?
Él se queda en silencio, un silencio que a ella le parece largo. Termina los restos de cerveza de un trago.
-Mire -dice, y le muestra su puño cerrado-. Imagine que esto es un corazón.
Le explica, usando los dedos a modo de venas y arterias, cómo la sangre sube sucia -por el meñique-, se limpia, se oxigena -fuera de la vista, bajo los dedos cerrados-. Cómo los médicos abren la obstrucción -en ese momento levanta el dedo gordo-, y reemplazan la parte defectuosa con un parche, para que la sangre avance y el sistema pueda funcionar.
Ella fue a infinitas consultas y entrevistas con médicos, conoce muy bien los detalles de la operación. Sabe que en el fondo todo se reduce a una cuestión milimétrica, a cosas demasiado pequeñas y precisas para comprenderlas de verdad.
Pero esta vez, mientras lo escucha, piensa en los adventistas. Puede verlos en el desierto, esperando. Deben haber sido noches hermosas. Ve niños jugando, mujeres con el pelo trenzado, hombres con su mejor ropa. Imagina que, si alguna vez tiene que volver a vivir sola, podría vender su casa y mudarse a un lugar más chico, en donde las noches de verano sean parecidas a esas: enormes, llenas de expectativa, como si algo estuviera a punto de pasar o venir de las estrellas.
El zumbido de un avión corta el aire del momento. El enfermero reacciona rápido: olvida la explicación, saca la cabeza por la ventanilla, mira al cielo y grita, agitando los brazos: ¡Eh, vuelva, vuelva, acá ya no tenemos nada para tomar! A ella la descoloca, pero se ríe. Se asoma a su ventanilla, ve titilar las luces del avión. ¡Ey!, se anima también, aunque en voz mucho más baja que el enfermero. ¡Ey! ¡Acá! ¡Acá!
El avión avanza soltando un murmullo de viento, gira y después se aleja sin ningún intento de rescate. Cuando desaparece, los dos están adentro de la cabina del auto otra vez, con las caras y los brazos más fríos que antes, agitados, riéndose de lo que acaban de hacer, coma si al fin hubieran tornado demasiado.
Con un movimiento un poco torpe, ella apoya la cabeza sobre su hombro. El siente el olor de su shampoo, sin dejar de reírse. La música de la radio llena el aire.
En pocos minutos más, él va a dejarla en la entrada de la clínica. Va a desearle suerte, va a decirle que todo va a salir bien. Ella va a entrar a la habitación de su esposo, que va a despertarse y a preguntarle cómo durmió. La noche ya está a punto de terminar. Por un momento, se siente lista. Al fondo de la calle, ve llegar el amanecer y sus colores: blanco, rosa, lila, anaranjado.
*Publicado en El lugar en el que estoy cayendo, EMR, Rosario, 2021
**Paula Galansky nació en Concordia en 1991. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Integra la antología Divino tesoro (Mardulce, Buenos Aires, 2019). Publicó Dos noches (Menta Zines, Rosario, 2018) e Inventario (Ediciones Danke, Rosario, 2020). El lugar en el que estoy cayendo obtuvo el primer premio en el Concurso Municipal de Narrativa Manuel Musto 2021.