El 2 de enero del 2019, cuando el reloj marcaba las 15:04, en Ciudad Juárez, estado de Chihuahua, México, a diez cuadras de la frontera con Estados Unidos, a diez de El Paso, a diez del Estado de Texas, en un galpón con paredes y techos de láminas de orquídeas, arrodillado sobre el piso de portland, metido entre montañas de ropa, una campera azul, enteramente azul, me tironeaba para el fondo de los montículos de telas. Kilos y kilos de hilos, algodones, plástico sintético, confeccionados en Sri Lanka, Vietnam, Perú, Taiwán.
La campera azul, desesperada, se prendió de mi brazo izquierdo, y me chupó hacia el interior de los cerros de ropas revolcadas sobre los pallets. Después de unos segundos, tal vez medio minuto, de haber desaparecido ahí, adentro de las prendas, ante los cuerpos atónitos de los otros clientes que se probaban alguna camiseta, algún vestido, salimos expulsados, la campera azul y yo, con la fuerza de una gomita elástica que salta disparada después de destrabarse del dedo pulgar e índice.
Quedamos, entonces, flotando, la campera azul y yo, entre las chapas de terciopelo verde del techo y los palets y el portland y los cientos de chihuahuenses que compraban esa siesta en el invierno fronterizo. Dos ovnis suspendidos entre esas ropas usadas por yanquis, tal vez de gente ya muerta, otras prendas descartadas, con apenas un solo uso, del otro lado del muro (el cartel de la entrada del galpón decía Bienvenidos a las Segundas).
En ese momento, en la flotación, la campera azul, lagrimeando, ingresó sus mangas azules por mis brazos, se acomodó en mi espalda para quedar adherida y susurrarme: por 2 dólares me llevás. Una vez ajustado el cierre azul, caímos amortiguados por los colchones de camisas, jeans, remeras, una biografía de Don Ramón, tortillas, peluches, vestidos, musculosas, máscaras de lucha mexicana, playeras, buzos.
Afuera, desde arriba de un cerro, una flor del desierto daba un discurso.