LA CASA DE MI PERÍODO OSCURO
Una agria invitación a la escritura para jóvenes de escuela secundaria

En el año 2004 yo tenía 23 y mi vida se caía a pedazos. Literalmente, como dicen ahora. Que una vida se venga abajo comporta una lista larga de pequeños derrumbes, y si bien es interesante conocer hasta el último detalle de cómo alguien perdió el rumbo y se fue a la banquina, voy a tratar de ser breve.


Mis padres se habían separado y a mí tampoco me iba muy bien con mi novia de entonces. Mi hermano estaba lejos, en Córdoba, y, para rematarla, yo tenía el peor trabajo del mundo, de mandadero en una fundación fantasma. Me corrijo, la frutilla podrida del postre es la siguiente: hacía un año que no rendía en la facultad, que es como realmente mide el fracaso un chico de clase media, de extracción “profesional”.


Se puede decir que tampoco existía un lugar adonde descansar de las complicaciones. Mi mejor amigo, con quien levantamos una casa, se había ido a España para dejarme en compañía de su hermano, un tipo que hablaba poco, de esos que nunca sabés si había dormido mal o si estaba descalzo cuando pisó la vomitada del gato. Con el tiempo aprendí a valorarlo (un pibe excelente) pero para entonces ya no vivíamos juntos.


Era una casa fría, con el baño al otro lado del patio. A mi habitación se entraba por la ventana así que era importante hacer todo lo que tuviera yo que hacer antes de meterme en la cama: una vez abajo de las mantas, todas las salidas estaban bloqueadas hasta el día siguiente.


Me acuerdo que por esa casa pasaba cada tanto mi exnovia para decirme lo mal que yo había hecho al dejarla, y pasaba también mi viejo para hacerme notar que era imposible llevar una vida tranquila y, mucho menos, ser feliz. Un viernes a la noche salí al pasillo para que me juntaran los vecinos: por la forma alocada en que, de la nada, se largó a latir mi corazón, yo estaba seguro de que moriría, y quería asegurarme de que alguien avisaría de mi lamentable deceso a quien correspondiera (aunque no sabía bien entonces, ni lo sé ahora, quién sería esa persona correspondiente). No me morí esa vez, como ustedes podrán observar. Pero desde esa casa en adelante, siempre viví en pasillos, y todavía hay veces en que salgo a sacar la basura y no sé si voy a volver. Hasta ahí la parte oscura del asunto y, posiblemente, la más interesante.


Porque esa también fue la casa donde decidí quemar todo lo que había escrito hasta ese momento y empezar otra vez; porque si mi vida se caía literalmente a pedazos, era la literatura lo único que podía mantenerla junta. Para eso hacía falta un nuevo comienzo.
Escribo a conciencia desde los 15 años. A conciencia significa que desde los 15 años no hay ninguna otra cosa que me importe aparte de ser un escritor. Allá por mediados de los 90, con los recursos que tenía a mi alcance, agoté todas las instancias que creía necesarias para obtener el título: devoré centenares de libros, frecuenté al escritor de mi barrio, abominé de mis contemporáneos. “Me di una vida mitonga y sensiblera” como dice “Pucherito de gallina”, un tango que habla de la gloria de un joven de veinte años.
Durante ese tiempo escribí por lo menos dos horas al día así que imaginen ustedes las toneladas de basura que se acumularon. No importaba: toda esa época en que no hice otra cosa que conocer mi deseo, me estaba preparando sin saberlo para los tiempos oscuros que vendrían más tarde.


El otro día escuché que un joven actor le preguntó una vez a Marlon Brando en una entrevista pública:
—¿Cómo me convierto en un gran actor? (—How would I became a great actor?)
A lo que Brando respondió:
—Stick around.
La respuesta de Brando, en su traducción pelada, directa, significa algo así como “quedate cerca” o “persistí” o, incluso, por qué no, “bancate la que venga”. Para este momento Brando ya era uno de los actores fundamentales del siglo y podía responder con una pincelada de genialidad a una pregunta tan extravagante como esa.
No hay que olvidar, sin embargo, que en la raíz de esa frase verbal encontramos la palabra stick (“pegar”), de la que se deriva, por ejemplo, el adjetivo sticky (ustedes recordarán el gran disco de los Stones, Sticky fingers, Dedos pegajosos, de 1971) o la palabra sticker, “calcomanía” en castellano.


Creo entonces que una buena traducción para el stick around de Marlon Brando —al menos en lo que refiere a mis propósitos— sería entonces “mantenete unido”. Y no hace falta decir que, en mi caso, fue la literatura lo que me mantuvo unido durante los períodos más duros. Por cada uno de esos momentos hizo falta un reseteo, un nuevo, fresco arranque, otro más cada vez, como el que me esperaba en aquella casa donde toqué fondo.


Hoy estamos acá para conversar de literatura, de los inicios y, sobre todo, de las dificultades que un chico o una chica con deseos de convertirse en escritor puede encontrar a su paso. Hay modos de empezar a modelar esta vocación y seguramente hoy repasaremos algunos de ellos. Pero antes, a los que bostezan echados en su butaca y les importa un pepino la literatura, quiero decirles que lo mismo vale cualquier otro trabajo, el de soldar en altura, por ejemplo, o el de instalar equipos de aire acondicionado, si es que eso puede juntar tus pedazos.


La casa de mi período oscuro quedaba en Saavedra al 2500, entre Rioja y Tucumán. No sé dónde los encontrará a ustedes el gran golpe, si es que, a esta altura, no los alcanzó. Cuando eso suceda, no desesperen, o intenten no desesperar. Y, llegado el caso, no lo olviden:
—Stick around, boys and girls.



(2013)