Hay un listado que nunca hago, el de películas cuya trama transcurre en 24 horas o menos. Empiezo con un par: Tarde de Perros de Sidney Lumet, 76-89-03 de Flavio Nardini y Cristian Bernard, Tangerine de Sean Baker. Varias de Richard Linklater en los 90. Lo interesante en cualquiera de estos casos es la manera de narrar el paso del tiempo en un espacio y de representar el cambio de las luces en los rostros de cada personaje, así también la acumulación de sus decisiones y el devenir de sus consecuencias en ese lapso al que estamos acostumbrados y que utilizamos para medir la cantidad de cosas que puedan llegar a sucedernos o no. Al levantarnos ponemos expectativas, altas o bajas, en que en las próximas horas algo tiene que suceder: la respuesta a un mensaje enviado, que toquen el timbre y sea lo que compramos, salir a dar una vuelta y encontrarse con alguien de casualidad, ir a un bar y que pase lo inesperado. En el caso que toque, siempre hay una cuota agregada de no saber qué esperar de lo que está por venir, y eso se debe al rol que juegan cotidianamente el azar y la contingencia. Y se puede intervenir.
Toda la semana se palpita el fin de semana. El sábado fui a escuchar unas bandas al Puente, un espacio cultural y social donde se acostumbraba a jugar al ajedrez. Hace dos años ya que le dieron uso nuevo y es uno de los pocos lugares disponibles para organizar movidas en la ciudad. La continuidad del salón llega hasta un patio con un fondo enorme que da a los edificios desde donde llegan las quejas de los vecinos por los ruidos de música en vivo y gente hablando.
Llego antes de las 21 y me reciben con una cerveza junto al poster impreso de la fecha. Apenas ingreso me encuentro con gente amiga que termina de ajustar los últimos detalles. En el lugar, sin mesas ni sillas, se respira aire de trabajo, pero más que nada de celebración anticipada. El cantante de Hojas por el barrio, banda de La Plata que toca más tarde, acomoda en un mesa las remeras y los discos que trajeron mientras hablamos sobre los precios de los cd’s.
Al costado me encuentro con un desconocido que se presenta como Carman y me cuenta que este es el segundo recital punk de su vida y sus palabras transmiten una emoción conmovedora. Lo veo brillar. Yo también arranqué escuchando punk a los 10 años y le digo que lo va a acompañar para siempre. No le pregunté la edad, pero calculo que anda entre los 16 y 17. Todo esto ocurre antes que arranque la primera banda. Increíble hablar con alguien así sin siquiera haber escuchado un acorde.
Carman vino a ver Quilmes Verano, los responsables de abrir el festival Cementerio Indy. Por primera vez desde que llego miro al escenario, donde cuelga un cartel con el nombre del ciclo junto a lápidas, un ataúd y murciélagos en el telón de fondo. Todo hecho con las manos de los músicos y colaboradores en las semanas previas. Al toque se forma un cordón de personas que van y vienen al impulso insistente de la banda. Para Hojas por el barrio pasa lo mismo pero más intenso, la gente se amucha ante el ruido y crece la energía, que se acumula en la sala.
Cuando arrancan los Sabáticos me encuentro con un fanático suyo que está siempre en sus recis ahí adelante cantándose todo. Su cuerpo también lo expresa moviéndose sin parar. Ya en este momento la gente directamente se sube al escenario y la arenga es permanente, fundamentalmente desde abajo hacia arriba. Cuando salimos a hablar le pregunto el nombre y armamos una ronda con Gero y Nana.
Después entramos porque Meli, que musicaliza el ciclo, está cerrando la noche con canciones fiesteras que retumban fuertes en todo el salón, y entonces con Gero nos ponemos a bailar bien cerca de donde sale el sonido.
Lo que hace memorable una noche como esta son las ilusiones y esperanzas que cada persona comunica en las conversaciones que sostiene junto a otras en el patio bajo las estrellas. Eso también es música, hablar sin parar sobre cosas que acumulamos toda la semana para decir y que luego olvidamos; para eso también se arman estos eventos. Y también por eso vamos a ver bandas y saltamos y bailamos en un salón con luces bajas y el piso resbaladizo y pegajoso. Sin ese rumor nocturno, la ciudad sería ladridos de perros dispersos y torres grises solitarias.