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La estética del elástico en los pantaloncitos de fútbol

Uno siempre quiere ser estético aunque la cancha sea un campito en una esquina perdida del sur de la ciudad, donde apenas llega la electricidad, los caballos del Osvaldo pastan a la mañana y las aguas turbias y olorosas estancadas en el hueco de desagües es el hotel de lujo de sapos y ranas por la noche… Se busca una distinción, una elegancia del buen vestir en las camisetas transpiradas sin importar que el suelo muestre un peligroso relieve en sus pozos traicioneros, sus astillas de vidrio y preservativos usados; ante todo están las buenas formas, y una casaca impecable de tantas batallas y partidos bajo el sol, que brilla y no solo por su calidad, también porque quien la lleva puesta sabe con la pelota…


Y si ya se jugaba en un club, y no en el campito, y quienes podíamos jugar en un club éramos muy pocos, tal vez solo yo, porque no todos podían pagar una cuota mensual, la lengüeta de los botines debía quebrarse, como se quiebra una cintura ante un rival tosco y de pocas luces que va para un lado cuando uno encara por otro. Era difícil de quebrar esa lengüeta, de cuero dura y un plástico resistente al barro y las lluvias, y entonces había que domesticarla semanas, meses enteros, uno o dos años pasaban hasta que la lengüeta rebotaba entre los cordones y el pliegue del pie, libre de ataduras, con el puma del logo saltando en una acrobacia felina impreso en la parte exterior del botín. Para domesticar la lengüeta había que atarla, fuerte, dos o tres vueltas a los cordones de arriba abajo, o poner un elástico firme que la sostuviera. En la carrera hasta el fondo del área, o hasta la línea de córner, podía uno sentirse recrear, otra vez, el gol a los ingleses.


Pero lo más estético era el pantaloncito, y había un par que siempre usaba, que no sabía de dónde habían salido, quizá alguno fuera de Comunicaciones, el equipo que tenía papá con sus amigos, y llevaba el número 9 en el muslo derecho, negro con unos motivos que parecían trivales prehispánicos, y otro verde, ese sí, ese sí quizá era mío, de la época del club Fábrica de Armas, verde un poco más fuerte que la manzana, no tanto, pero sí un poco, con unas rayas verticales también verdes, y que se distinguían unas de otras por un brillo especial, como si unas rayas hubieran sido hechas con una tela, y las otras rayas de otro material. ¿Quién habrá empezado a descoser los pantaloncitos? ¿Quién habrá sido el primero que dijo: “esto queda re joya”? Y el que tenía los pantaloncitos con el elástico al aire era siempre, no fallaba, el mejor jugador de la cancha…


¿Cómo hacían para que se viera el elástico? ¿Qué fórmula mágica le habían aplicado al pantalón de fútbol para que al correr, o pisar la pelota, o meter un cambio de frente, o un caño imprevisto con pisada, de esos que duelen, se viera lo blanco del elástico que rompía las líneas de la camiseta, y lo blanco o lo negro de las piernas? Así que le di el pantaloncito verde, y también el negro, a mi abuela, porque mamá no sabía usar el hilo y la aguja, nunca aprendió ni le interesó, y mi abuela Mabel me dijo que había que descoser la costura, que llevaba dos vueltas, y con eso tendría el pantaloncito de mis sueños húmedos de jugador del barrio… Y yo la veía, con una plateada aguja fina, romper el hilo que unía las costuras, hasta que después de verla aprendí, y lo hacía yo, pero con la mano nomás, así a lo bruto y rápido, tijeretazos de por medio, porque quería ir corriendo al campito para lucir mi viejo nuevo pantaloncito de costuras deshilachadas en un verano ya perdido en que los rayos fuertes del sol sacaban sangre de la nariz de los chicos, porque habían sufrido, sin saberlo, una terrible insolación.