En la era de los presidentes medidos en likes, una imagen genera memes, no solo palabras. En la política argentina, teatral por naturaleza, una buena foto construye o destruye.
Cada vez más, un dirigente sonriente en un acto o dormido en una sesión crucial se viraliza… por las razones equivocadas. El público lee entre líneas, la escena falla. El tiro sale por la culata.

Una imagen busca acercar, reforzar. Pero en redes, el ojo colectivo es implacable. Lo que se muestra se vuelve meme, lo épico, parodia. El poder simbólico de la fotografía, antes revolucionario, hoy es un boomerang digital. La polarización manda.

Ejemplo reciente: Santiago Caputo, asesor clave de Milei, reaccionó violentamente al ser fotografiado, tomando y fotografiando la credencial del reportero Antonio Becerra. El gesto intimidante fue repudiado como ataque a la libertad de prensa, propio del gobierno de Milei.
Caputo, “estratega en las sombras” y “matón si hace falta”, fue víctima de su torpeza. Ignoró que en esta distopía orwelliana recargada, todos vigilan. Como en 1984 al revés: el Gran Hermano también es el pueblo. Y ante el efecto no deseado, ni los trolls salvan.
Otro caso: el fotoperiodista Pablo Grillo fue herido gravemente por un gendarme durante una represión a jubilados. Fotos de Kaloian Santos Cabrera identificaron al agresor. Sin embargo, Santos Cabrera fue despedido de su trabajo en Cultura tras 13 años.
Esto recuerda a Barthes: “La fotografía es subversiva cuando es reflexiva”. Las fotos de Santos Cabrera documentaron violencia estatal e invitaron a reflexionar sobre el poder y la censura.
No se trata de evitar las fotos, sino de entender que en la política 2.0, no siempre favorecen. A menudo, gritan en contra.