Un día de vino y choris nos preguntamos el por qué y el para qué de lo que hacemos. Entre tanto ruido, cuál es la necesidad de grabar y publicar una canción, si parece algo de otra época.
Qué es lo que lleva a alguien que tiene uno, dos, tres trabajos a pasarse horas y horas tocando una guitarra (un pedazo de madera con cuerdas) para hacer algo que es inmaterial en un mundo material, y elegir entre los infinitos acordes que existen y las infinitas y misteriosas formas de combinarlos. Para después tararear una posible melodía de voz haciendo churuguanchu hasta convertirlo en palabras. Y ahí otra vez, elegir entre las infinitas palabras hasta que se arma una canción con un título entre los infinitos títulos posibles.
Y entonces tocar esa canción en una pieza convertida en una especie de sala de ensayo/oficina/estudio, de tiempo compartido, mirando por la ventana en un trance más o menos espiritual, mientras en ese mismo flash se cruzan ocupaciones o nuevas ideas de cómo traer la comida a casa en un contexto cada vez más hostil y empobrecido.
Cuál es la motivación, la energía que lleva a alguien a viajar más de 500 kilómetros para grabar y producir esa canción y otras, como lo hizo el amigo Julián Villarraza para el EP Bajo otra lluvia, de su proyecto Autobanda. Dejar una vida y meterse en otra como en otro saco. Pensar qué instrumentos poner y después mezclar esos instrumentos y conversar con otros sobre los distintos volúmenes, sonidos, qué cosas van a ir más al frente, qué sacar. Hasta que al final queda lista para masterizar. Y entonces diseñar una imagen para subir a la nave nodriza de internet para que alguien la escuche y le pase algo. Porque así es más divertido, con alguien del otro lado. Aunque al tiempo esa atención desaparezca, porque todo es efímero y también nosotros. ¿Y qué esperábamos, una medalla?
Entonces pensaba que lo hacemos porque sí. ¿Y por qué no? Tratamos de seguir conectados a un deseo, que es la mejor forma de estar acá. Hacer algo sin miedo y sin esperanza, porque ese deseo no depende de un resultado. Y no es el ego ni una necesidad de cariño. No es tampoco la fama ni la guita, algo tangible como un paquete de arroz. Es el puro corazón. Es tener una idea y hacerla realidad, traerla desde el infinito al bife (“Publicar las canciones es una manera de dejar de dar vueltas y ponerles un punto final”, dice JV). Para hacer de este mundo, esta partecita del mundo que nos toca, un lugar más habitable. Aunque cierta generación haya escuchado de sus padres (y sus padres de otros padres) que todo esto del arte, y las humanidades, pongamos, no sirve para nada. Que mejor agarrar la pala o estudiar para ser contador. Y entonces lo que buscamos es no vivir con esa nube en la cabeza.
Y ahora Julián publicó el EP, con el aporte de un baterista y un tecladista en la producción. Son tres canciones con distintos climas y estribillos que se despegan del chiquitito bedroom pop y del hacerlo todo solo, tan de esta época, para encontrar algo nuevo. Y que buscan adentro (como el hombre buzo de la tapa) para descubrir afuera, en una conexión con otrxs, una voz. “Por primera vez siento que las canciones no pretenden sonar a otra cosa, como que encontré un estilo propio”, dice JV.
En Sin fronteras, la primera, con unos coros divinos, habla de un viaje, que es como un salir también desde el sonido: “aprovechar la corriente de las alturas (…) y de tanto en tanto tocar la luna”.
En la segunda, Torre de papel, habla de los intentos y los fracasos hasta que “las cosas sean hermosas otra vez”. Un cambio. Y la canción va levantando hasta el final con unas cuerdas relindas.
La tercera, Bajo otra lluvia, tiene una armonía bellísima. Habla de un nuevo comienzo en un final abierto que es como tienen que ser todos los finales, con el agua del cielo que “lava las culpas, las heridas y abre a otra vida”.
Se escucha acá: