Los vagabundos conocen la palabra atrio, porque la habitan, porque saben que en esos espacios cada vez menos frecuentes se conjugan los límites de lo decible. De ahí que, quizás, el atrio sea un punto de reunión entre lo que se puede decir y lo que no. De eso también está hecha una ciudad.
El sol era suave aquella tarde a escasas cuadras del río. El calor y la humedad crecían por el tronco de las tipas y lapachos altos, enormes, como verdaderos monumentos vivientes. Se podía escuchar el chirrido estrepitoso de los loros y, más acá, las calandrias proferían su explícita molestia con ademanes pretendidamente amenazantes, aunque sólo lograrían ser graciosas.
El tumulto de personas (50, 60, 70, ¿qué importa?) se deslizaba con parsimonia por las veredas nunca suficientes, e inundaba de a ratos la cinta asfáltica, las sendas peatonales, los canteros. Había parejas, cochecitos de bebés, grupos de amigos, amigas, incluso personas sueltas y hasta un perro negro con una pata blanca. El murmullo era también un cienpiés, o un cienlenguas, que amasaba el barro de lo decible, donde se cuecen en iguales proporciones la memoria y el porvenir.
La ciudad fue abierta como se abre un libro. Era esa ceremonia una incisión en la corteza del presente, siempre constante, inapelable, compacto. La ciudad sin pasado es otra de las formas que sabe tomar el fetichismo de la actualidad, que rechaza todo esfuerzo, toda incomodidad, toda pregunta y, por consiguiente, toda trascendencia.
Por momentos se escuchó el ruido de los cascos de los caballos desfilar por Alameda, el tintinear de las miradas que al entrecruzarse hicieron chispa; se oyeron las memorias de mujeres convocadas a dar la luz de la educación; el grito de los ejércitos enardecidos enfrentándose en la batalla decisiva; la insidiosa daga de la traición penetrando el cuerpo imperecedero del general que ya lo había penetrado todo; y todo parecía un río tumultuoso, embravecido que desembocaría en una lengua de laberintos y de bifurcaciones míticas que fundaría ciudades como ésta, hechas de poco más que arena, tal vez cal.
Por suerte, al llegar la noche, el procedimiento de la conjura retrocedió. Los próceres regresaron a su sitio para tomar las formas de sus monumentos, con aquellos gritos petrificados. Los demás personajes de aquellas historias volvieron a sus libros, con sus pasiones y guerras a cuestas; y las calandrias se aquietaron en sus nidos. También los vagabundos regresaron a los atrios y se echaron a dormir para soñar con una nueva jornada de exilio y cicuta. Esa es la hora en la que la ciudad detenta la última palabra.
*Crónica sobre “Borges y sus caudillos”, del programa Paraná lee: recorridos literarios, organizado por la EDUNER y la Editorial Municipal de Paraná (EMP)
*Fotos de Cielo Alzamendi