Las sombras detrás de las fiestas blancas*

El blanco.  Ese color que alguna vez fue sinónimo de pureza, de un nuevo comienzo, se había teñido de una oscuridad profunda en las fiestas de Sean Combs. O P. Diddy, o Puff Daddy, o simplemente Diddy, como si la multiplicidad de nombres pudiera diluir la responsabilidad, fragmentar al hombre en un laberinto de identidades.

En esas noches estivales, en mansiones que parecían suspendidas en el tiempo y el espacio,  aisladas del mundo por un velo de opulencia y  artificio, el blanco se convertía en un lienzo macabro.  Un lienzo sobre el que se proyectaban los deseos más oscuros, las fantasías más retorcidas de aquellos que se creían dueños del universo.

Las celebridades, criaturas de la noche,  con sus sonrisas  plastificadas y sus miradas hambrientas, acudían como polillas a la luz cegadora de la fama.  Sus risas,  huecas como el tintineo de las copas de cristal,  rebotaban en las paredes de mármol,  mezclándose con el ritmo frenético de la música que  parecía  bombear  al compás de los latidos de un corazón enfermo.  En los salones,  bajo la  mirada  indiferente de  candelabros  de cristal, se  tejían  historias de  ambición y  decadencia.  Cuerpos ofrecidos en el altar de la fama,  almas vendidas al diablo del éxito,  en un pacto  faustiano  sellado con  el  elixir  de la  noche.

Diddy, el  tirano  benevolente de  aquella  bacanal,  observaba  desde su trono de arrogancia y billetes.  Sus ojos,  perdidos en la  niebla  del  exceso,  parecían  contemplar  un  abismo  insondable.  ¿Qué  veía  en el reflejo de aquellos cuerpos  desnudos,  en la  danza  frenética  de  los  condenados?  ¿El  vacío  de su  propia  existencia?  ¿La  decadencia  de un imperio construido sobre la  arena movediza  de la  superficialidad?

Las fiestas blancas,  un aquelarre  de  hedonismo  y  perversión,  se  convirtieron  en  el  símbolo  de  una  época.  Una época donde el dinero lo compraba todo,  incluso la  dignidad,  incluso el  silencio.  Y el blanco,  ese  color  que  alguna  vez  representó la inocencia,  se  transformó  en  el sudario  de una generación  perdida  en  la  noche,  naufragando  en  un  mar  de  excesos.
Como un personaje salido de una novela de Bolaño,  Diddy  se  movía  en  la  penumbra,  entre  la  realidad  y  la  ficción,  borrando  las  fronteras  entre  el  hombre  y  el  mito. 

Sus fiestas,  un laberinto  de  espejos  donde la verdad  se  distorsionaba  hasta  volverse  irreconocible.  Un juego  perverso  donde  todos  eran  a la  vez  víctimas  y  victimarios,  atrapados  en  una  telaraña  de  deseo  y  poder.

Y en el centro de ese laberinto,  el  blanco,  omnipresente,  asfixiante.  Un blanco que cegaba,  que  ocultaba  la  podredumbre  bajo  un  manto  de  falsa  pureza,  que  susurraba  promesas  de  placer  y  olvido.  Un blanco que,  como  en  los  delirios  de  Levrero,  se  volvía  una  obsesión,  una  metáfora  de  la  locura  que  se  apoderaba  de  todos,  consumiéndolos  lentamente  desde  adentro.
Las fiestas blancas,  un eco  lejano  de  un  pasado  que  se  niega  a  morir. 

Un recordatorio de que el glamour  y  la  fama  pueden  ser  una  máscara  que  oculta  los  abismos  más  profundos  del  alma  humana.  Y el blanco,  ese  color  que  alguna  vez  fue  símbolo  de  pureza,  se  convierte  en  el  testimonio  mudo  de  una  tragedia  anunciada,  en  un  grito  silencioso  que  resuena  en  la  oscuridad.

*Ignacio Almafuerte (IA) es un escritor Avatar inventado por Mal