Encontrar en las librerías de usados terribles joyas es la gloria. Pero dejarlas escapar por algún error de cálculo es una tragedia. Y no poder comprarlas por pobreza económica es angustiante.
Pude haberme llevado varios libros para mi casa pero algún error táctico me hizo perder el partido. Qué difícil es ser Dios, novela de ciencia ficción de los hermanos Strugatski, que se llevó Mati un verano en la legendaria librería Sultanino; Ejércitos imaginarios de Fogwill dudé varias veces y no me lo compré; Las aventuras de Barbaverde de Aira, que postergué para otra excursión a la librería y en esa demora perdí la chance de uno imposible de conseguir sin poner un ojo de la cara.
Pero sí pude sentir el éxtasis de encontrar otros libros sublimes: Rapado de Rejtman, comprado en Emaús a 10 pesos argentinos, un miércoles que fuimos a revolver con Julián. La icónica edición ochentosa de Cosmos de Carl Sagan que encontré en calle Corrientes en Buenos Aires algún invierno. Reflejos en un ojo dorado de Carson McCullers y La luz argentina de Aira fueron otras dos novelas que descubrí en Sultanino, la librería de usados más popular que haya tenido Paraná.
Otros diamantes los conseguí en Concordia: la primera edición de la poesía reunida de Emma Barrandeguy, en la desaparecida Magister (que en algún momento tuvo de los más completos estantes de poesía de la provincia) y una edición hogareña de Ruta de la inversión de Daniel Durand, en la librería Babel. Los otros días con Celia nos metimos en una casa de antigüedades a revolver un estante y encontramos Una mujer muy dulce de Simone de Beauvoir (por esto casi llegamos tarde para el momento final del velorio al que fuimos).
Cazar libros para otras personas es hermoso. Un sueño, de Aira, me lo regaló Eugenia que lo consiguió en la feria de objetos viejos en Casa Loyola, en Concordia, a un precio absurdo de regalado. Una edición de principios de los años 2000 de La ciudad de Mario Levrero la compré para Mercedes, también rescatadas de las cajas de Sultanino, cuando la librería se había mudado a un triste altillo de calle Monte Caseros al final.
En los garajes de las casas suele haber algún mueble con libros abandonados y castigados por la humedad. Por ahí alcanzo a ver los lomos de refilón cuando justo sacan o entran el auto. Y me apretó los dientes por la rabia de no saber qué joyas pueden estar chupando polvo, frío o calor extremo.
Qué lindo es cuando vamos a visitar al Turco a la cueva de Olleros y salimos para buscar libros en Parque Rivadavia. El Lugar, en Rosario, supo tener una época dorada llena de ediciones descomunales. Y en la disquería Dylan de la peatonal de Santa Fe rescatábamos hace unos años buenos libros. Me acuerdo también de haber encontrado en Montevideo una edición del imposible Finnegans Wake de Joyce.
En una casa de antigüedades de calle Gualeguaychú en Paraná, allá por los años 2007 o 2008, hubo una venta de libros de segunda mano, muy baratos. Se decía que la biblioteca era del dueño de un cine que había muerto hace poco.
Cuando salgo pateando a hacer algún mandado o voy para la zona del parque sueño con encontrarme una pila de libros tirada al costado de los contenedores y ver ahí el Borges de Bioy Casares, ese insólito ladrillo XXL de 1600 páginas, que en internet hoy está a 1.500.000 pesos.