Lo contrario a estar sola

Es diciembre de 2001, tengo 10 años, mi mamá es docente de educación física y en Entre Ríos, donde vivimos, el estado le paga casi la totalidad del sueldo en patacones, que muy pocos comercios aceptan. Yo la acompaño en el asiento de acompañante del auto a buscar verdulerías que agarren los papelitos, que hoy recuerdo rosados, en los que cobra. Mi papá es psicólogo, sus pacientes no tienen plata para las consultas y las obras sociales dejaron de pagarle. De hecho, 10 años más tarde todavía va a estar cobrando a cuenta gotas lo que le deben. Pero él sigue atendiendo, trabaja muchísimas horas por día porque lo necesita y porque le gusta, porque no conozco a nadie que ame más lo que hace que mi papá. Pero llega un día a casa triste y me dice, o le dice a mi mamá y yo lo escucho y me lo quedo, lo hago mío como un conjuro que me ayuda a desentrañar muchas situaciones de ahí en adelante, que la crisis hace que la gente se sienta sola. Y la soledad es la base, la tierra fértil donde crece todo el dolor, todo el malestar.

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Mi mamá se pone de acuerdo con otras madres de la escuela en la que trabaja y con algunas conocidas y conocidos y se meten en el club del trueque de Concordia. Una forma de organización para el intercambio directo entre productores y consumidores de bienes/servicios que funcionó durante lo peor de la crisis y que ayudó a muchos a sobrellevarla. Se hace los sábados y domingos en un salón pasando el Carrefour, de camino al lago. Ella intercambia clases de gimnasia con una señora que todos los martes hace el pollo relleno más rico del mundo, con una que tiene una dietética y con otra que ofrece cajones de naranjas. Mi hermano y yo nos pasamos las tardes del fin de semana jugando en el patio detrás del salón, que es enorme y tiene árboles al fondo. Siempre me acuerdo de esos árboles: estaban llenos de huequitos por donde chorreaba savia ámbar. Cuando trepábamos el olor se nos pegaba en las manos y nos duraba días en la ropa.

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Una nochecita estoy con Yeal y Débora, dos vecinas de mi edad, en la Plaza Ex-Rural, frente a mi casa. Como ya no hay escuela y hace calor nos quedamos jugando hasta tarde. Se declaró Estado de Sitio, hablamos de eso entre nosotras sin entender qué significa. Yo, literal ante todo, hago teorías extrañas. Pienso que significa algo así como que cada sitio tiene un estado, por lo que a partir de ese momento cada “sitio” en Argentina va a tener un estado propio. Doy vuelta las palabras y las explico de distintas maneras, pero ninguna nos cierra. Lo único que Débora sacó en claro de la tele es que si la policía ve un grupo de más de tres personas reunidas en la vía pública puede detenerlas. Lo dice, nos miramos entre nosotras y nos divierte un poco la idea de estar al borde de la ley.

Alrededor nuestro no hay nadie. La plaza está vacía, no hay autos en la calle. El silencio es expansivo y frágil y está por estallar. Me trepo a un juego en forma de M gigante hecha con caños azules y desde ahí arriba veo venir a mi mamá, preocupada, a buscarnos. Renunció Cavallo. No quiere que estemos afuera solas.

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Ese mismo día, vuelvo a casa y de camino a mi habitación, por la puerta entreabierta veo a mi papá en el baño. Tiene los ojos un poco rojos y me da la sensación, nunca confirmada, de que había estado llorando.

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Son los últimos días de diciembre. A mis abuelos maternos, que jamás tuvieron un sueldo de 1800 dólares durante los 90 pero que sí tienen una deuda muy grande sobre su casa no les queda otra que vender, en medio de muchas especulaciones, lo que quedaba de su vida en el campo, en Federal. Mi abuela lleva 30 años viviendo en Concordia para ese entonces, pero le sigue diciendo “mi pueblo prestado”. Son días de estrés, de corridas, de llamadas por teléfono fugaces y en voz baja. Está claro que algo pasa y mis papás nos lo quieren disfrazar. Vamos casi todas las tardes a lo de mis abuelos, donde también están mis tíos y mis primos. Los adultos se encierran en el escritorio y hablan, hablan, hablan. Mis primos, mi hermano y yo nos quedamos jugando, mirando la tele y sacando lo que queramos de la heladera. Nos divierte el clima de campamento constante y la libertad repentina que nos da estar solos. Una siesta, después de una de esas reuniones eternas, dejo a los demás viendo dibujitos y voy hasta el escritorio. No sé por qué lo hago. Abro la puerta y veo a mi abuelo, sentado con la cabeza entre las manos y la mirada en otra parte. Rodeado de un halo que le sale de adentro y lo aleja de la gente y las cosas. Detrás suyo hay un almanaque con varias fechas próximas redondeadas en rojo.

Me escucha, levanta la vista y cuando ve que soy yo, me echa. Andá afuera, andá afuera. Mi abuelo tenía una teoría desarrollada a base de experiencia que decía que hasta cierta edad, los niños y los perros se parecen. A diferencia de lo que podría pensarse, para él era un halago tanto para los niños como para los perros. Me echa como a un cachorro molesto pero yo me doy cuenta de que que yo lo vea así le da vergüenza.

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Hoy, muchos años más tarde, a días de las elecciones presidenciales, prendo la tele y veo a Cavallo. Explicando cosas, dando opiniones con un aire de solemnidad que no soporto, que me dan ganas de gritar, de insultar, de romper algo. Y detesto ese sentimiento. Detesto mi propia ira porque me sobrepasa y me arrastra, me pone cínica, mala. No es el enojo, no es el deseo violento de hacer o decir algo que te lleva hacia adelante. Mi ira es dañina y yo soy su primer blanco. Veo a Cavallo apoyando a Milei y hablando de dolarizar la economía y de privatizar las instituciones públicas y gratuitas que me permitieron estudiar literatura y leer un montón de libros hermosos y conocer a mis amigues y a mi novio y ser quien soy hoy, y me pregunto qué haría si lo tuviera enfrente. Si lloraría de odio, si le gritaría, si me paralizaría. No lo sé, pero me remueve algo adentro que me descompone, que no me deja pensar en nada más. No culpo solo a Cavallo, la verdad es que esta última semana escuché tantas declaraciones de odio y amenazas que Cavallo es más bien la gota que rebalsa el vaso. Para despejarme, sigo mi primer impulso y busco un libro que me prestó una amiga hace poco. El campo, de Juan José Morosoli. Como cualquiera que se entrega con entusiasmo a la lectura, soy un poco (muy) mística y sé que son los libros los que me encuentran. Leo “Andrada”, el primer cuento. Es sobre un hombre que ama el monte. Lo ama por que sí, gratuitamente. Siente que los árboles y los pájaros y las ramas y los charcos tienen algo para decirle solo a él, un secreto precioso que sale a buscar todos los domingos, cuando tiene tiempo libre. Un hombre que se queda mirando fijamente a la nada y espera que algo de esa belleza lo salve. Pienso en mi abuela, en mi abuelo, en su mirada fija en otra parte. Pienso en el árbol (un ombú joven) que ella rescató y trajo en una maceta cuando finalmente vendieron su casa en Federal. La ira ahora es tristeza, pero una tristeza de alguna forma tibia, que me deja respirar.

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Más tarde entro otra vez a las redes aunque me había prometido parar. Es jueves a la noche, día del cierre de campaña, y escucho que los votantes de Milei cantan, frente a Villarruel, defensora y amiga de genocidas, que Massa es la dictadura y todo me parece demencial, peligroso, extrapolado. No quiero dejar que pase lo que pase el domingo me desarme. No quiero que gane Milei, no quiero que nos gobierne el odio. Escroleo y estas imágenes, recuerdos de la crisis del 2001 parpadean frente a mí todo el tiempo. La posibilidad de retroceder, de no cambiar nada de nada sino de volver a esa época de confusión, dolor e ira profunda que se quedó grabada en mí a fuego me aterra. Me cuesta hilar ideas pero sé que todo esto que me sale escribir y recordar está de alguna manera conectado, son destellos atados uno con el otro. Y de pronto una sorpresa: el fandom de Harry Potter acaba de sacar un comunicado en contra de Milei. Harry Potter, para mí, más que un libro es un lugar. Un lugar en el que crecí y que conozco de manera física, espacial. Una historia en la cual sé perfectamente dónde estoy, cómo ubicarme. Un lugar en el que, cuando leo ese comunicado, me siento acompañada. La preadolescente de 10 años que empezaba a leer Harry Potter y atravesó el 2001 se siente acompañada. Y ahora pienso en mi papá. Y en estar con otres, en lo contrario a estar sola. Pienso en lo contrario a la soledad que nos aísla y nos hace crecer el malestar, el miedo y la ira. No sé cómo van a seguir estos días, pero por este rato me siento mejor, mucho mejor. Y lo agradezco.