No siento que esté colocando las mejores partecitas de mí estas últimas semanas en la escuela, pero igual intento trabajar con materiales preciosos. Hoy me senté y les conté Hansel y Gretel a los pocos gurises del 6to grado que habían llegado hasta la escuela este viernes. Tanto en este cuento como en Pulgarcito, los dos cuentos de hadas que más intensamente tratan esta fantasía, los niños no se pierden sino que son abandonados por sus padres cuando ya no pueden darles de comer. Los niños no solo desaparecen en manos de redes de trata, secuestradores, familiares y naranjales. También desaparecen cotidianamente de los sitios donde suponemos estarán. Cada vez que voy a la escuela, no sé si los niños estarán allí. Esto hace difícil planificar, pero también cuidar un proceso, acompañar, escuchar, conocer.
No son todos, pero sí muchos los niños que desaparecen un día de la escuela, otro vienen, otro no. No son días seguidos, sino a veces, de vez en cuando, con o sin protocolos, notas u actas mediante. Como tenemos taller sólo los viernes, está complicado que los vea a todos todas las veces. Después aparecen, y así se va armando un ritmo hecho de fragmentaciones y discontinuidades. Estoy, no estoy, aparezco, desaparezco. Un ritmo rotito no solo en los niños, sino también en los adultos que los rodeamos en condiciones de trabajo cada vez más precarias. En general, los niños suelen volver a aparecer hasta que alguna vez no y nos escandalizamos.
Todo este tiempo en que la desaparición de un niño pequeño ocupa tanto sitio alrededor nuestro y de nuestras prácticas, mi cabeza no maquina hipótesis acerca de qué le habrá pasado. Me parece que la resolución del caso no es tan importante como intentar imaginar cómo era su vida antes, qué cuidados había, qué instituciones transitaba, cuánto podíamos saber de él. Cuidar un niño es una tarea complejísima, en la que estamos involucrados gran cantidad de personas, agenciamientos institucionales, oficios, lazos y saberes. Me pregunto, esa es mi pregunta, por cuál de los sitios de esa trama se cayó. Suelen caerse de pedacitos así los niños, y muchas veces de a pedacitos y no de golpe. Caen, física y simbólicamente, por agujeritos en la trama desde el fondo de los cuales vuelven a levantarse porque el tropezón, el corte, la ausencia no fue tan grande. Hasta que, claro, a veces sí.
Trato de pensar si una ausencia grande puede estar hecha de muchas otras pequeñas. Pienso así porque como educador trabajo sobre lo pequeño: gente pequeña, clases pequeñas, talleres pequeños, cuentitos y poemitas…. Letras chiquitas, escenas diminutas. Entonces si hay un sitio sobre el cual puedo intervenir, ese sitio me será dando volviendo a traducir el daño en su más pequeña dimensión. Todos los problemas que atraviesan la vida de las personas pueden ser mirados desde allí, porque las personas no tenemos grandes vidas sino días limitados, un solo cuerpo, una sola lista de necesidades y así.
Entre los treinta y algo que debían ser los dos sextos, yo solo tenía nueve conmigo. Los anoté en una lista, terminamos de jugar a un ahorcado que habían empezado con el profesor anterior. Tuve un altercado con T., reprendí algunas actitudes de S. Pedí disculpas porque me enojé. M. me pidió permiso para ponerse a escribir un cuento, y la otra M., sentada con ella, me entregó una historia que hizo en su casa. Menos de cinco minutos de encuentro. Pedí a S. que se siente, vi que T. estaba mejor, cerré la puerta porque había mucho movimiento en secundaria. Volví a pedir a B. que se siente, (“la cola en la silla”), y, entonces sí, me senté yo también, a dibujar sobre una hojita, hacerme el distraído, mirar a veces para abajo y a veces hacia ellos, a contarles Hansel y Gretel. Cuando los vi así, tratándose mal entre sí y acusándonos a nosotros de tratarlos mal al corregirlos, me pareció que a lo mejor era bueno dejar sobre sus cabezas esa vieja historia que tanto y tanto cifra desde hace siglos acerca del intenso vínculo entre grandes y pequeños. Conté la versión recogida por los hermanos Grimm desde la oralidad de los oscuros bosques alemanes. No omití ningún detalle, aunque hice todo oralmente. La pedagogía waldorf sugiere contar de este modo los cuentos de hadas, de manera tal que el maestro ya los haya interiorizado en sí previamente a darlos a los niños como alimento.
A diferencia de otros grupos que he tenido, estos niños no conocían la historia… Así que cuando dije que el más grande de ellos se llamaba Hansel, no les llamó la atención. Uno creyó, no sé si en broma, no sé si en serio, que la casa de chocolates provenía de Willy Wonka. Otro acertó en que la bruja se los iba a querer comer, y otro me contó que una vez vio un tiktok, supongo que paródico, acerca de una bruja que quería cocinar un lobo. Conté toda la historia, y a pesar de venir poco, de estar por empezar las vacaciones o permanecer atentos a qué hacen en secundaria, hubo algo más que silencio, dando paso a la escucha, y también mucho respeto a la narración que desde tan lejos venía a traernos noticias acerca de nosotros.
Puedo equivocarme de muchas maneras cuando estoy en la escuela, porque ese espacio simbólico es complejísimo, sumamente real, intenso, diverso, atravesado por innumerable cantidad de ilusiones, demandas, quejas y mandatos. Puedo llegar tarde, retar demás a un niño, no darme cuenta de algo. Pero sé qué sucede en la intimidad que se produce entre un niño y un cuento, un niño y un poema. Trato, les juro que trato, de confiar en eso. No sé si alcanza y si les soy sincero cada vez creo más que no, que no alcanza. No que no alcanza para nada, sino que no alcanza para todo.
Pero ahí estábamos, volviendo a asistir a ese final feliz en que Gretel engaña a la bruja para matarla y liberar a su hermano. Luego de revisar su casa encuentran un tesoro, con el que atraviesan el bosque para reencontrar a su padre. Una vez en casa se enteran que su madrastra malvada murió, y saben ya que con las monedas y joyas que han traído podrán vivir bien todo lo que reste de vida.
El cuento no dice nada explícito que vincule a la madrastra con la bruja, aunque tanto la explicación espiritual como la psicoanalítica entienden que en el plano simbólico son el mismo personaje, ocupan el mismo lugar, de manera tal que su muerte en manos de Gretel libera a ambos niños de ese peligro por siempre. Tal y como los niños hoy me dijeron, al saber internamente que la madrastra era la bruja, claro… y al no preguntarme nadie qué era el hambre, la muerte, una madrastra, el bosque, la noche, el fuego. Los cuentos no explican ni enseñan nada, solo sacan a la superficie, colocan una palabra tras otra, algo que está dentro nuestro ya sea como un saber de nuestro inconsciente o nuestro corazón, esos polos del sentir que, por otra parte, yo insisto en confundir cada vez que enseño.
Mi consigna de escritura con Hansel y Gretel hace rato que no cambia. Desde que escribo poemas con cuentos de hadas, me siento capaz de pedirles que escriban las historias o los poemas que sean bajo la única condición de que se llamen como la historia. Pongamos ese título, y veamos qué pasa debajo. Así pasa, hoy pasó también, que los elementos del relato vuelvan a inscribirse en sus escrituras.
Como teníamos poco tiempo, y más luego iríamos a un campito a jugar, dejé a los más revoltosos que se dediquen a dibujar. Aunque B. escribió un chiquito también. T., como él, quiso mezclar partes de esa historia con otra que leíamos hace poco acerca de tres lobitos y un cochino feroz. M. y M. escribieron largo y parejo. P. también, mientras I. quiso dibujar.
Cuando terminaron sus dibujos, les pedí que le pongan un nombre. No solo para ponerlos en valor, sino para infundir un gesto poético -una escritura- sobre esos dibujos tan hermosos. “La noche eterna” quiso llamar A. al bosque que hizo. Y “el campo endulzado” S., al suyo. Qué hermoso, qué hermoso título le dije ese ratito que estuvimos juntos mientras él sonreía todo mal vestido para estar en la escuela, y se seguía moviendo por el aula, jugando a pegarle a sus amigos hasta que se terminan peleando en serio. No tengo idea qué será de su vida estas semanas, ni tampoco, para qué mentir, las que sigan.
Yo no soy una maestra normal, sino apenas un educador que se armó su oficio a los ponchazos. Entonces siempre siento me faltan pedacitos para acompañar y cuidar mejor sus trayectos educativos. Pero hoy, al verlos así, tan sueltos y desgajados, me pregunté si habrá quién, maestra o no, pueda cuidar un trayecto pedagógico de principio a fin. No es noticia nueva que la vida está demás fragmentada, y la de los niños también porque a donde fueres haz lo que vieres y ellos es acá, al mundo que hicimos y no a otro, adonde llegaron.
Todos tenemos que atravesar el bosque alguna vez, sino no estaríamos vivos. Pero igual pienso qué bonito sería podamos llenar de dulces los campos, de mieles, mermeladas, caramelos, chupetines y chocolates. Llenarlos de naranjas dulces, llenas de aroma y amor, como las que decían los primeros rumores Loan estaba buscando en los campos después de comer. Manos adultas capaces de dejar esferas dulces, olorosas, nutricias, futuras en el camino, ya no para comérnoslos cuando lleguen a casa sino para para sostenerlos en medio de esos campos, sabiendo dónde están, indicándoles cómo pueden volver, en todos los sentidos que ese término tan poderoso pueda evocar.