Todos los cuentos tienen dentro suyo pasajes mágicos, momentos en que se abre la posibilidad de que ocurra la imprevisión, la aventura, la desgracia, el enamoramiento. No tiene que ver tanto con los personajes como con los objetos que se colocan entre ellos, como si los materiales pudieran también, como nosotros, contener historias, despertar futuros, convocar nombres. En la versión que saqué de la escuela de El traje nuevo del emperador de Andersen observo uno de esos pasadizos en el instante donde los falsos sastres reciben las monedas de oro. La ilustración de Irene Singer fija el momento en que la mano contaminada de hilos del ruedo de la manga del gobernante entrega desde arriba las monedas que caen, círculos amarillos sobre fondo verdeclaro, brillando y haciendo montañita en la mano del embaucador.
Ellos recibieron, además del pago adelantado, hilo de oro, seda y piedras preciosas. El pueblo, la corte, el mismo emperador creían en los días siguientes que ellos se estaban dedicando a coser y preparar un traje novedoso, reluciente, hecho de tanta hermosura como virtud: solo quienes fueran dignos podrían verlo. Como en muchos cuentos clásicos, los sastres ocupan en el relato de Andersen el sitio de los débiles astutos que deben, a través de su ingenio y retórica, vencer los obstáculos del mundo, obtener fortuna, derrotar a los gigantes. Al interior del castillo, al interior de la narración, ellos cuentan un cuento al emperador para convencerlo de encargarles a ellos su siguiente vestimenta, provocando finalmente que la autoridad se pasee desnuda ante su comunidad. Cuando el relato termina, el de Andersen y el suyo, ya están suficientemente lejos para ser capturados. Se han ido a otros reinos o a otras vidas. No sabemos de su futuro, tanto como poco sabemos acerca del emperador avergonzado y los destinos de ese pueblo…
Siempre subrayamos que en esta historia sea un niño, de repente, quien desate los hilos de la invisibilidad y diga a todas voces aquello que ya se ha visto pero no se ha dicho. Entre los pies de los mayores, el niño se adelanta, señala y denuncia que el emperador está desnudo. Pese a que ya va más de siglo y medio entre el relato y nosotros, el pasaje no pierde fuerza y conmoción. Tiene que ser un niño quien, a través de eso que llamamos inocencia, sepa lo que nosotros ya no.
Sin embargo, con el tiempo mis momentos favoritos se han ido desplazando. Por ejemplo, encuentro agradable que el protagonista sea un emperador aficionado a la ropa del que, nos dice el autor, así como de otros suele decirse que están en el consejo, de este se decía que estaba en el armario. O sino, al contarlo, me dejo llevar por la enumeración de las telas, la descripción del traje que harán y jamás veremos.
La imaginación allí posee momentos cautivantes, como cuando el ministro va a observar los progresos de la confección y se encuentra con los sastres trabajando sobre telares vacíos, sosteniendo con sus manos prendas invisibles. Me resulta bello pensar en nuestras manos tocando capas, botamangas y coronas invisibles.
Todos somos emperadores de algún sitio, y todos estamos cubierto por invisibilidades. ¿No se habrán sentido poderosos los trabajadores al dormir cuando todos creían que se afanaban por terminar el encargo? ¿En qué habrán pensado los ministros al contarle al emperador, uno tras otro, cuán hermoso era aquello? ¿Habrán terminado por creerlo? ¿Qué habrá sido más fuerte en los corazones de aquella gente cuando su rey se paseaba desnudo? ¿El miedo, la vergüenza, la risa? ¿Se habrán creído indignos de aquello que no veían? ¿O habrán presentido, al menos por un momento, que existen pedacitos de la realidad que no vemos, prendas que se nos escapan?
El traje nuevo del emperador habla del poder, la corrupción y el engaño, pero también de la debilidad, la desnudez y la coquetería. En ocasiones como estas pienso mucho en cómo nos haría falta poder hablar un poco más acerca de lo que nos gusta y cómo nos gusta. ¿A quién habrá querido impresionar aquel emperador? ¿A un chico, a una chica? ¿A algún ministro? Colado entre los vaivenes de la historia, su gusto recibe en el cuento un castigo pero igual prosigue, permanece, a través del tiempo con todos esos emperadores que pueblan la literatura infantil como el de Ema Wolf que no quiere bañarse o la princesa de Isol que hace a todos perder la cabeza. En esos relatos, como en éste, su poder es arbitrario, pero al mismo tiempo sus búsquedas son diminutas como las de un niño. Los adultos somos infantes algo extravagantes que quizás todavía no aprendimos a nombrar nuestros placeres, ¿sino por qué estaríamos tanto tiempo hablando aún de nuestros dolores? ¿Qué sería lo contrario a golpear? ¿Acariciar?