Make it perfect

Hay un juego para celular con este mismo nombre –todo un lema publicitario- que consiste en llevar adelante una serie de desafíos variables pantalla a pantalla. Como niveles, pero sin numerar. En cada uno de ellos nos espera una tarea simple que debemos desarrollar a través de nuestros dedos en la pantalla táctil. Encender una perilla de la luz, planchar una prenda de vestir, recomponer un plato roto, acomodar mercadería en un carrito de supermercado, agrupar bolitas de un color en un frasco y de otro en otro. También sacarle hojas a una lechuga, semillas a una sandía, espinas a un perro. Enderezar un cuadro, conectar enchufes en una zapatilla, quitar un pelo, clavar un clavo, likear fotos de instagram, rasurar una barba. Incluso hay un desafío muy especial en que debemos saltear la publicidad de un juego de celular. Se trata de una feliz puesta en abismo del propio juego.

Mientras jugaba pensaba que pareciera ser el tipo de educación que debe recibir la inteligencia artificial, pero al revés. Como si las máquinas nos quisieran enseñar cómo desarrollar tareas domésticas y humanas a través suyo. En aquello que podíamos comprometer todo nuestro cuerpo, basta ahora con usar nuestros dedos en los límites de la imagen para resolverlo bajo la simulación. Me interesa pensar por qué quisiéramos simular eso.

En general no me preocupa que la Inteligencia Artificial pueda parecerse cada vez más a nosotros. Sí, en cambio, que nosotros queramos parecernos a ella. Y la lección de Make it perfect, el jueguito y la simulación, parece ir en ese sentido. ¿Qué cuentan los cuentitos de cada uno de esos niveles? ¿Qué historia me relatan las imágenes que me proponen cepillar unos dientes como los míos pasando el índice sobre la pantalla como si la frotara?

Son formas masivas del relato y la imaginación que impactan sobre nuestras estructuras de sentir. Cuando damos por sentado que la IA llegó a reemplazarnos, nos estamos teniendo a nosotros mismos por muy poca cosa. Es más, nos estamos finalmente poniendo en el orden de las cosas. No lo somos. Siglos de misterio y error respaldan nuestra incertidumbre frente a la existencia, y hasta el momento no tenemos ninguna prueba de que los celulares puedan sentirla. ¿Queremos compartirla con ellos porque nos da miedo afrontarla nosotros solitos?

Tampoco creo que seamos la gran cosa –y no hay forma de formular esa expresión sin equivalernos, justamente, a las cosas… Pero aún así, aunque tengamos ideas modestas respecto a la humanidad y sus destinos, ¿no podemos recordar los abismos de magia que nos separan de nuestras máquinas de afeitar? Todo lo que me molesta del debate sobre la IA es el fácil olvido de nuestra experiencia cotidiana de diferencia y singularidad.

Y no solo en esta conversación caemos en esa trampa del discurso. También cuando intentamos pensar otros modos de la oposición. Muy pronto, en Twitter o la caja de comentarios de Página/12, nos apresuramos a señalar que quien defiende las ideas de la coalición gobernante es un troll, teniendo por troll a una persona que está a pasos de ser un bot y cumple esa función a través de la forma humana del trabajo, la remuneración. Y aunque esto exista, tanto como los robots y el chat gpt, no nos hace bien igualar las personas a ellos y ya. Hace poco me pasé el día en un grupo de simpatizantes libertarios. Durante todo el rato que estuve compartieron un montón de comentarios, imágenes y audios alrededor de experiencias situadas, puntuales y cotidianas de su vida. Pude comprobar, claro, que son personas.

No son trolls, son personas. La mayoría de los votantes argentinos, por otro lado. ¿Cuánto podemos pensar en las historias detrás de sus creencias? ¿Cuándo? Por ejemplo, desde el año pasado me pregunto qué sentirán los familiares, parejas y amigos de toda esa gente que nos cuentan cada día en la televisión que se murió cada vez de formas más espantosas. Esas personas deben estar tristes y enojadas. ¿Somos respetuosos de esa tristeza? ¿Cómo podríamos serlo? ¿Habrá alguna manera?

Trato de cultivar mis pedacitos de realidad para no perderme y para pensar mejor. En el colectivo, en la facultad, en la escuela, en casa de mis amigas. Palpar la realidad, estar ahí. Pero cuando toco las imágenes, cuando abro los ojos de mi celular, intento también ahí acordarme que la existencia continua existiendo. Entonces trato de leer todos estos jeroglíficos como las señales de humo de personas distantes y cercanas: nuestra comunidad. Hago esto porque a mí me siguen interesando los demás. Qué piensan, qué viven, qué les pasó, en qué creen, cómo son. Qué cuento está contando el mundo sobre sí, en todos sus pedacitos.

Hacernos los superados de este presente es una forma del individualismo, tan virulenta como las demás. La vida social no se suma y resta quitando una pantalla acá, corriendo un troll de allá, sacando una vacuna de allí. Hablo de sumar y restar porque a veces pareciera que seguimos haciendo números con la realidad. Una pandemia más una crisis económica entonces nos da.

Un peligro de este tiempo en las voces de nuestro país es que todo pase por un sentido común de tener o no dinero para algo. Algo es que yo no me compre algo porque no tengo dinero. Otra situación muy distinta es que un país sea pensado de esa forma. Porque no, no es como en una casa. El país no es una casa, es algo más grande que eso. También más importante.Un poco creo que cuando decimos que la IA nos va a reemplazar nos pensamos así, monetariamente. Como si la plata que somos pudiera ser igualada o sobrepasada por una máquina. Digo, ¿qué valor nos estamos dando? Hoy a la noche, en la pausa larga de Gran Hermano, la genial publicidad de Geniol lo resumía muy bien. La voz en off simulando al presidente Javier Milei bajo su lema “no hay plata”, seguida de otra en nombre de la marca corrigiendo “pero hay dolor”.

¿Qué hacemos cuando no hay plata pero hay dolor? ¿Cómo puede ser que a una ausencia le siga una presencia? ¿Qué deudas contraemos? ¿Qué errores cometemos? ¿Qué faltas nos constituyen? ¿Qué historia nos estamos contando sobre el presente? Como una llovizna fina cae el sentido sobre nosotros, alrededor de nosotros, desde muchos sitios. Manos, oídos, ojos pacientes, calmos y educados pueden oírlo, mirarlo, tocarlo… No sé si transformarlo, si repararlo, si rehacerlo. Apenas tomarlo en nosotros, pasarlo por nosotros.


Saber que no tiene una dirección, sino muchas. No es, al menos para mí, “cállate troll” o “apaga la tele”. Fuimos educados por la educación pública, laica y gratuita de este país para poder pensar algo mejor que eso. También para saber leer y escribir, una tarea que se vuelve más profunda y ardua en nuestro tiempo, donde ya no se sabe exactamente sobre qué superficie leemos, sobre cuál escribimos. Pero aún así, dando golpecitos contras capas y capas de pestañas y ventanas, continuemos renglón por renglón.