Aquí está mi corazón. No mi identidad, ni mi nombre, ni mi historia. Tampoco mi oficio y mis creencias. Ni mis intentos incluso, ni mis certezas. Algo más difícil de entender, más intenso y contradictorio. Un sitio más frágil, rompible, indeciso. Cuando vuelvo de la escuela, pero también cuando estoy con mis papás o cuido a mi sobrina. Cuando estoy por dormirme. Cuando estoy por salir de casa. Cuando hago el mate y me quedo quietecito. No hay otro territorio para hacerme una a una las preguntas necesarias, para juzgarme, para desearme cada tarea sea diferente, cada escena, cada corte de versos.
Yo no tengo todo el amor del mundo. Ni para mí, ni para mis padres, ni para cada uno de los niños que, cercanos o lejanos, por poco o mucho tiempo acompaño… y muchas veces, cuando estoy a solas, desearía ser capaz de ser suficientemente suave como para actuar de otro modo. Hace días quiero expresarlo, pero borroneo pantalla tras pantalla sin encontrar cómo. Estas semanas en que leo el Gran Sertón, apabullado por su lirismo y majestuosidad, me pregunto a cada paso cómo se cuida tanta belleza. Cómo se cuida esto que tenemos acá, la vida en nuestras manos… Porque sigue estando en nuestras manos, aunque nos la estén quitando, aunque nos la hayan quitado… ¿Cómo puede ser que sienta dentro mío algo que me pertenece y no me pertenece? ¿Cómo puede ser que tenga por mío al que no me fue dado? ¿Cómo podrían quitarme lo que no tengo? La vida está más allá de nuestros cálculos, nuestras consignas. ¿Cómo tomar posesión de un territorio tan extenso? ¿Cómo gobernar sobre un tiempo tan ambiguo?
Quisiera guardar dentro mío porciones de dulzura suficientes para que leuden con el tiempo, con el paso de los días, como la harina, hasta dar con una práctica sincera, una blandura firme en mis interiores que me permita atender lo que sucede mientras sucede, tomar eso que pasa delante de mí. Como cuando recibo dibujos de los niños, sus abrazos o los comentarios desgajados de sus frondosas vidas que no vienen a cuento de nada pero que ellos han decidido en esa horas que me ven, contarme, como si fuese un mensajero real, un vigía destinado a llevar hasta la siguiente torre los signos desparramados que me regalan. ¿Cómo estar a la altura de la sutileza? ¿Cómo asegurarnos que no hemos dejado pasar una página demasiado bonita? ¿Cómo saber si la emoción que siento es tan honda, tan certera, tan precisa como merece este párrafo posado frente a mis ojos?
¿Nos estaremos encontrando con la historia? Todo lo que tengo para ofrecer a quienes quiero es el tiempo labrado de mi corazón. El tiempo que les lleve dentro suyo, el tiempo que dono a cada niño, a cada institución, cuando vuelvo a casa y me quedo pensando en lo que no nos dijimos, en lo que no sabemos. Cuando los lazos sociales decaen, a las primeras líneas de encuentro con la vida cotidiana de los demás nos quedan pocos márgenes a través de los cuales intentar transformar algo. Nos volvemos testigos. Testigos no mudos ni impasibles, pero si algo entristecidos de las migajas del lazo.
Ninguno de nosotros alcanza para hacer un mundo. Ninguno de nosotros puede tener consigo todo el amor del mundo. Incluso el amor se construye con otras personas, no solo para formar una familia sino también para hacer un mundo. Familias podemos tener muchas. Mundos muchos menos. Para eso se necesita más tiempo, más lugar, más personas… y la vida no sucede en la familia, sino en el mundo. La escuela pública argentina, una práctica ejemplar del lazo social, nos lo muestra pero también nos lo pide. Por eso detrás de cada pulso destructivo a sus formas, venga del lado que venga, no puedo dejar de sentir un incendio que va más lejos, hacia eso que llamamos vida en común y que aquí llamo mundo porque excede, en nuestro tiempo, la vida humana, el lazo social como lo conocemos. Mundo son los edificios, las calles, los oficios, los árboles, cada uno de los puntitos caligráficos que tambalean a veces en nuestro presente y a los que no puede haber otra forma de protegerlos que habitándolos.
Yo también me pongo en mi corazón, como si a cada uno de mis deseos los alojase en la parte más débil de mi mismo y con ellos me moviese a través de las aulas. No quiero ningún lema, prefiero la insistencia de una práctica. Quiero de mi boca salgan palabras más claras como cuando les digo a mis estudiantes que a la escuela venimos para intentar no ser brutos y volvemos a tratar de prestar atención y enseñar algo. O cuando les digo que aquí no hacemos lo que queramos, o con un grito les replico que a ella le molesta eso que estás haciendo. O como cuando le recuerdo a P. que sí sabe escribir, y con tirabuzón sale de adentro suyo otro renglón. Yo no sé escribir, me repitió tres veces esta tarde después de cada uno de los tres renglones que escribió. ¿Qué palabra generadora tendremos para alfabetizar a alguien si no hay mundo al que esa letra enlace?
Quiero llenarme las manos, como cuando recorto figuritas o hago a mano cada didáctica como mamá cuando yo era chico. Quiero llegar a casa y hacer galletitas, una tanda tras otra para papá, para mamá, para Mía que mañana, instalada en el futuro al que ni su padre ni yo pertenecimos, las coma como merienda de recreo, como trocitos del corazón que no puedo darle cuando no sé, cuando no estoy a la altura. Como si se pudiera repartir lo que nos sobra, o lo que abrimos dentro nuestro a destiempo, como si hubiésemos dado con las cerraduras más tarde de lo esperado. Como una eucaristía casera, pueblerina, precaria que preparo con ingredientes poco nobles y mi corazón, mi corazón que intento no me pertenezca aunque sepa que a nadie que tenga convicciones le está permitido creerse poderoso porque nos podemos dañar y los trayectos son largos y descampados.
Tenemos la obligación. Tenemos la dicha. Tenemos la tarea. Tenemos la práctica. Tenemos el deseo de seguir viviendo. Podemos entrar cada noche, descalzos, a nuestro corazón para conquistarnos, para enamorarnos de nuevo. ¿No podrán con nosotros? Puedan conmigo. Pasen a través mío, atraviesen cada pronombre, deshagan todos los binomios, quedémonos a solas con las declinaciones del corazón, un sánscrito más antiguo del que conocemos.