La escuela en que trabajo queda en uno de los últimos barrios de Paraná, antes que empiecen el parque industrial, San Benito, Colonia y la rotonda. Cuando voy en colectivo, Paraná me sorprende con su ductilidad. Me bajo, cruzo a la vereda de enfrente y ya al doblar me meto en una calle de tierra y parece estoy, por unas cuadras, en medio del campo. Después agarro para la izquierda y aparece el barrio otra vez, y la escuela dentro de una de sus manzanas, en el exacto corazón geográfico del emplazamiento. En el mismo edificio funcionan secundaria, primaria e inicial. Las aulas y el comedor ocupan cada lateral de la manzana, y adentro, como si el edificio fuese una cáscara de frutos vacíos, un patio grande, sin techo, atravesado a veces por la sombra de los árboles que va desde la vereda hasta dentro.
El viernes pasado hicimos el acto de fin de curso. Los chicos de sexto le pasaron la bandera a los de quinto. Como los docentes vivimos en una madeja de protocolos y reglamentaciones, la fórmula para hacer el cambio de abanderados estaba escrita de antemano en un papelito que cada uno de ellos llevaba en los bolsillos para decirle seriamente al otro que estaba orgulloso de entregarle esa responsabilidad, que esperaba la honrase obedeciendo a sus padres y no permitiese se mancillase. “No permitiendo sea mancillada” era la última frase y ellos entorpecían su boca para intentar ir de la eye entrerriana a la doble ele de la palabra. Aunque no olvido los peligros de este nacionalismo de juguete en que la escuela siempre ha estado inserta, no deja tampoco de emocionarme la confianza puesta en la repetición de algunos gestos que, por inercia o fe, seguimos practicando. Sus padres sacaban fotos, sonriendo. El papá de K., una estudiante proveniente de Bolivia, se subió a una silla para sacarle fotos a la placa donde aparecía el nombre de su hija, egresada de sexto grado en una escuela pública del interior argentino. También tomó imágenes de la bandera, que su hija escoltó durante este año dado que K. tuvo uno de los mejores desempeños académicos de su curso.
Quienes hacemos la escuela también venimos de otros lados. Hay maestras de Cerrito, María Grande y El Pingo. También de más cerca, como Oro Verde, Colonia Avellaneda o San Benito. Además, la tracalada de docentes y talleristas que vivimos en una diversidad de barrios de Paraná. A la hora en que estamos citados, vamos apareciendo ahí desde puntos tan distantes, y con una serie de tareas ya acordadas. Y entonces, mal que mal, la escuela funciona. Parecemos una constelación desarmada que de repente se materializa en ese sitio que no nos pertenece a ninguno de nosotres. Ni siquiera a nuestro equipo directivo, los ordenanzas o la gente del comedor que también viene de sus casas, sus vínculos e historias hasta acá donde no es la casa de nadie.
Los gurises sí viven más o menos cerca. Algunos se van caminando y otros, los más grandes, se toman algún colectivo que los lleve por Gobernador Maya o Almafuerte. Tampoco esta es su casa, y nos lleva tiempo cada día recordarles que acá tenemos que compartir, ser compañeros aunque no queramos ser amigos. Las normalistas del siglo pasado solían decir una réplica de la sociedad, de la vida en común. La escuela como una preparación para entrar en nuestra comunidad mejor preparados para convivir con los demás. Se trata de un propósito noble, que valdría la pena retomar, aunque ahora cada vez nos queda menos comunidad y más escuela. Y sin sentido compartido, sin significado, no hay educación que sirva por más mágica, terca o innovadora que sea.
Cuando pienso en eso suelo preguntarme a quién le importan los gurises, quién más los cuida o para qué estoy haciendo esto. Suelo tener una idea pública de la escuela, como si fuese una plaza o un hospital: todos podríamos acercarnos más, no solo cuando necesitamos o nos conviene. Este año invité a amigas escritoras que con generosidad fueron a nuestro taller a contarnos y leernos qué hacen. Se trata de poner en común, volver a unir algunos puntos de la trama.
Hay muchísimos debates de la actualidad que se desdibujan adentro de la escuela. Me parece hermoso así sea porque me recuerdan qué es posible junto a otros en este momento, qué debemos atender, dónde mirar. Puede estar demás decirlo, pero no deja de ser bueno repetir que hay compañeras con quienes no compartimos muchas de nuestras convicciones políticas o sociales. De manera que en cuanto un estudiante nos pone juntas delante de un dilema necesitamos volver a acordar qué hacer… y nos sale bien. La escuela a veces me parece entonces un buen sitio para barajar y dar de nuevo. Hay cosas de las que casi nunca hablamos, como nuestros dirigentes, y otras de las que casi siempre, como los gurises.
Estamos todos un poco más rotitos desde hace tiempo. Criar y educar niños, es decir, transmitir el sentido de la vida, resulta muy difícil cuando el lazo social se resquebraja de la manera en que ha venido pasado en este siglo que empezamos a transitar. Esto no es de ahora, sus causas y consecuencias requieren miradas más profundas que las que nos brinda el día a día o los años electorales. Sin embargo, está claro también que la ausencia o pérdida de movimientos nacionales y populares complica más la posibilidad de transformar, cuidar, acompañar.
No tengo idea dónde o cómo viven los gurises que conocí cuando cada mañana o tarde poníamos en escena la ficción escolar. Sé apenas algo acerca de quiénes somos, ellos, mis colegas y yo, cuando estamos ahí juntos. Me gustaría hablar más con mis amigos y familiares acerca de eso. Quedarme un poquito más con ese tiempo y esas ganas que surgen de repente en la escuela contra todo pronóstico e incluso toda teoría. Como A., cuando esta mañana lloraba después de recibirse. Su mamá nos pidió sacarle una foto con todos los talleristas y su maestro. Entonces empezamos a felicitarlo por su buena asistencia durante el año, hace un rato le habían dado un premio por eso. Escondió su rostro en las palmas de sus manos y nos dijo nos iba a extrañar. Y ahora que tengo el corazón inundado por esa imagen, tardaré mucho tiempo en saber qué hacer con ella. Cuando funciona, en sus mejores momentos, la escuela adoctrina y empuja pero también sostiene y conmueve. Es decir, enseña.La bandera y el himno, pero también la lectura y la escritura. ¿En qué vidas se piensa cuando tiramos la balanza para uno u otro lado en nuestro juicio sobre la educación argentina?
El tiempo es intenso ahí adentro. Hace varios meses, cuando recién nos conocimos con A., yo había llevado unas cartas con imágenes de mi animé favorito para hacer poemas. Cada uno sacaba tres y después las mezclaba para intentar hacer con ellas un poema. A él le tocaron Canto, Laberinto y Pequeño. Entonces me dictó, para que yo escriba: “Estoy en un laberinto / y mi canto es pequeño”.