Repaso: un mail de Hotmail perdido en el océano digital por olvido de contraseña; un mail de Gmail actual y que lleva más de 15 años en uso. Un usuario en MSN, una cuenta de Facebook desactivada. Varios nicknames en paranachat.com; un blog literario y un Tumblr de editorial Gigante, abandonados.
Un cuarto de vida, ¿puede ser?, mirando algún tipo de pantalla, absorbiendo ondas satelitales, bits, megas. Miles de sitios web, ojos colorados, puntadas en la cabeza rota de tanto vaguear en las calles virtuales.
Una cuenta personal de Instagram y otras dos de proyectos editoriales eliminadas. Un @ en Twitter; un perfil en medium.com. Millones, miles de millones de palabras enviadas por WhatsApp y otras en Telegram.
Gigas y gigas de películas y archivos en las cadenas montañosas del pixel. Discos bajados en Emule. Videollamadas, likes, corazones, emojis de caritas con lágrima, emojis de durazno, emojis, sticker de Don Ramón, sticker de Moria, sticker de Cristina, del Dibu Martínez, de la Copa del Mundo. Dedos, ojos, neuronas, ansiedad, excitación, espera, reseteo, tiempo tildado, tecleo, reinicio. Una cuenta en Spotify, otra en YouTube Music. Cientos de apps chocándose en las rutas HD.
Año 2001. En una casa de La Paz entramos con un amigo a internet a buscar data sobre jueguitos y anotamos en un papel la hora exacta de los 15 minutos permitidos durante el día.
Año 2000. En el gabinete de computación del colegio saco información en un diskette de la historia de River.
Año 2002. En la sala de la facultad reviso mi Hotmail para leer a mi papá contándome cómo están pasando el invierno, y busco teorías para los trabajos prácticos de Comunicación Social.
Año 2003. En el cyber de la esquina de Illia y Feliciano veo a otros viciar al FIFA mientras pispeo fotos tratando que al lado no me vean.
Año 2005. Desde un cyber de calle Gualeguaychú chateo por Messenger Live con una chica de Concordia. Unos días después, en una terraza de calle Urquiza, nos ponemos de novios.