Hace unos días, el activista y comunicador Manuel Lozano compartió una carta en respuesta a Nicolás Márquez, biógrafo del presidente, durante su columna radial en el programa que conduce Andy Kusnetzoff por Urbana Play. Días antes, el escritor había dado una entrevista con Tenembaum en Radio Con vos durante la cual sintió que podía explayarse al aire sobre uno de los tópicos que constituye una parte del entramado de creencias libertarias.
Márquez se había referido a la homosexualidad como una enfermedad, y había respaldado sus dichos en algunas cifras vinculados a nuestra mayor propensión al consumo de drogas, la infelicidad, las enfermedades, los suicidios y las muertes prematuras.
Manu cuenta durante su carta que escuchó la entrevista mientras manejaba, y debió parar porque la angustia le resultaba insoportable. Entonces pensó que necesitaba responderle, y que esa respuesta debía ser pública.
La carta se traduce en la columna de la radio, y la radio en el videíto que ahora miro mientras pienso, claro, en qué es todo esto.
Hay una diferencia entre hablar acerca de nuestra intimidad porque queramos, y vernos obligados a hacerlo, al aire, delante de todos, rindiendo cuentas acerca de quiénes somos. El dispositivo mismo de la salida del closet implica, epistemológicamente, la puesta en acto de una operación discursiva compleja en que nuestra diferencia debe enunciarse.
Como los comentarios del vídeo señalan, la enunciación pública de la sexualidad pasa en esos momentos por demostración de valentía. Sin embargo, en su reverso permanece el miedo y los posibles castigos consecuentes por esa asunción. Nadie sería valiente si no se corriese peligro. Hace más de diez años cuando Ellen Page decidió contar que le gustaban las mujeres su discurso fue ovacionado pero también acompañado de sus temblores, tartamudeos y lágrimas. Mostramos nuestra valentía, pero también nuestra debilidad. En nuestra lengua se inscriben entonces ambas capas de sentido porque la apertura de nuestros diarios íntimos siempre sucede a destiempo. Hablamos tarde, bastante tarde, acerca de quiénes somos.
La construcción de esos enunciados no es solamente nuestra responsabilidad, sino que está hecha de los contextos y discursos que nos rodean. Por eso, desde pequeños, estamos entrenados en saber ubicar los momentos en que es necesario abrir nuestros diarios íntimos y leerlos en público porque la situación así lo amerita. A qué mujeres y hombres según el caso podemos revelarles el secreto, a quienes decirlo como una confesión, cuándo contarlo como un chiste, cuándo deslizarlo en un comentario. Cuándo dejar en claro, cuándo preferir la ambigüedad. Dónde decirlo y dónde no. También, como pasa con el vídeo de Manu, cuándo es necesario defendernos.
Nuestra memoria nos defiende. Nuestros recuerdos son nuestros argumentos porque de aquello que nos hablan es de nuestra intimidad. Cuando se discute públicamente la legitimidad de una forma de vida se discute no solo nuestro presente sino también de donde sea que vengamos y aquello que podamos soñar para nosotros mismos. Eso nos obliga a hablar, y a contarles, como hace Manu en su carta, que cuando éramos pequeños teníamos miedo, que pasaron tantos años hasta que se lo contamos a alguien, que cuando lo contamos entonces nos dijeron que no podía ser, que entonces… El relato es cansador, y se parece al momento en que los presidarios se ven obligados a volver a narrar su vida. No cuando quieran, sino cuando les es exigido.
En el caso de Manu su relato pasa por un terapeuta y un tratamiento para ser curado cuando recién salía de su adolescencia. En ese punto, Manu le da la razón a Márquez respecto a nuestra propensión a la infelicidad pero le invita a preguntarse por qué. En el vídeo se muestra a un hombre de treinta y pico de años, con rastas y bigote, llorando como un nene mientras lee una carta. Me hace acordar a un concejal estadounidense que durante la campaña its gets better provocada por la ola de suicidios infantiles de niños y niñas lgbt decidió usar una sesión del consejo para contarles a las personas con quienes trabajaba que él también, cuando era chico, se había querido matar por ser homosexual. Las lágrimas de Manu me parecieron las mismas que las de aquel hombre, igual de lejanas e intactas, a través del tiempo. También me parecieron iguales el silencio incómodo de los demás adultos que no sabrían qué hacer con ese niño que de repente tenían allí consigo.
No teníamos estas palabras cuando éramos pequeños para decir qué nos pasaba. Nos costó mucho tiempo y varios obstáculos recolectarlas. Tal vez incluso no sean las mejores, pero son las que tenemos para hablar acerca de nuestros corazones enfermos. Los niños homosexuales conocemos desde muy temprano el temor a enfermar, y no necesitamos que nuevos influencers de derecha nos expliquen sus motivaciones. Durante el confinamiento obligatorio pensé mucho en esto, porque, al menos quienes hemos sido homosexuales luego de los ’80 hasta aquí, hemos sabido reunir en nuestro cuerpo el temor, la vergüenza, la responsabilidad, la culpa y el secreto de contagiar y ser contagiados. Nuestro deseo no debía volcarse desde el cuerpo hacia fuera, porque se darían cuenta que éramos unos enfermos. Ningún deseo podía volcarse desde afuera hacia el cuerpo, porque podríamos enfermarnos. En medio de esa disputa, nuestro cuerpo y nuestro yo haciendo de único límite.
Al crecer pudimos irnos librando de esa cartografía asfixiante de nuestro territorio para empezar a ensayar otros mapas que, cada tanto, se ven interrumpidos e intersectados por los avances y retrocesos no solo de nuestras biografías (si pudimos mudarnos, si conocimos a alguien, si salimos de…) sino también de los procesos políticos y sociales del mundo en que vivimos. Durante los debates por el matrimonio igualitario, los panelistas de 678 le preguntaron a Aníbal Fernández si no había otras cuestiones más importantes de las que ocuparse: nosotros siempre podremos esperar que sea el momento para entrar a sus vidas.
Mi momento favorito del vídeo de Manu es cuando él tiene un acto fallido. Quiere pedirle a Nicolás Márquez que actúe con mayor responsabilidad al hablar en los medios acerca de nuestras vidas, y entonces se refiere al “privilegio de quienes tenemos un micrófono”. Solo que en lugar de decir micrófono, primero dice milagro. Los micrófonos se disputan, por supuesto, como las elecciones, y la polémica mediática entre el pasaje de Márquez en Mitre y de Lozano en Urbana Play forma parte de esa dinámica. Los milagros en cambio no, esos son estrictamente personales e íntimos, y en la población a la que pertenezco sabemos bien que se vinculan con que estemos aquí, en estos días. Al fin de cuentas, pareciera que no fuimos un error, fuimos un milagro.