Equivalencias
Una libra de carne
es casi medio kilo
pero no
completamente. Hay un par
de gramos solos
que se quedan ahí sin saber
muy bien a qué sistema
o a qué cuerpo
pertenecen. Una ardilla
parte, en la vera de octubre,
un fruto desconocido y el sonido
de los dientes sobre la madera
suena casi como
el sacro encuentro
de langostas y maizales
o cualquier otro bicho
ahogándose
en el centro de un verano opuesto,
en el eco de otro verano llano.
(Todo es por aproximación
y casi nunca estalla.)
Pero cuando los platos
en el piso exploten
robando al grito
ese filo de lirio,
o cuando los vasos
difieran su forma al agua
y también ellos se hundan
sin ritmo,
supongo que esa música
que hoy hurto será un canto
ralo donde todo esto se detenga
y por un instante,
solo por un instante,
podamos entender
las equivalencias.
Cangrejo de río
El pique en la boya lo transporta
a un escenario que anticipa
en tanto la tanza
se tuerza como espera
y desande el recorrido
táctil que hermana al sedal
con la paciencia.
Pero es en cambio una fuerza
imprevista la que pende
al cabo del corcho,
y ya no flota, y ya no puede
ver debajo del agua inviable
—agua de tierra y de naranjas—
si anegado el plomo la plata ofrece
a las tercas raíces de la costa.
No hay caso. Tira
con furia, sin pensar en el pánico
cañaveral quejido
cuando nota
que el peso cede y vibra el hilo,
se eriza
en un seco retraerse hacia el ovillo.
Del agua sube armado y lo interroga
con tenazas curvas y esa ovalada
casi armadura diagonal. Un cangrejo
de río se desentiende de la tarde
y estalla todo el familiar
bestiario ribereño
(mojarrero allá llamaban a la caña,
y al diminuto anzuelo
le decían
patita de mosca).
Están los dos ahora
recién salidos
de un agua diferente,
y mojados extrañan
la sierpe irregular
de arena y barro
que tres minutos antes
podían llamar la orilla.
Piense en el pájaro más vulgar que conozcan
Convengamos que, a cierta distancia,
el pájaro es simplemente feo.
Para nada lo ayudan las patas
presas de una sed inagotable
de provincias y mucho menos
esa forma tosca de escarbar la tierra
para llevarse al pico
lombrices gordas como dedos de campo.
El bicho es feo hasta el graznido,
y la aviesa calma
con la que puntea el borde
de la cerca vecina confirma
el rechazo inicial de aquel que mira.
Pero es en la pluma que luego encuentro,
en la pluma sola sobre el pasto alto
donde nace otra escala impensada.
Son dos gamas de un azul
mojado sobre un papel de arroz
y unas manchitas negras
en forma de v que acaban
tejiendo a saltos sobre el blanco
una curva que se estira hasta agotarse.
Es como si hubieran querido tatuar
una cebra dormida
en filigrana sobre el cálamo,
una venganza al ojo,
eso, que descansa apenas
en este museo trivial que al aire estalla.
Es ahí donde la cosa cambia
y donde surge el enigma
sin prisa, la pregunta
sin ganas ni respuesta de por qué
perdió la pluma el ave.
Mordida o cansancio
eso ya no importa. No pienso
indagar esta vez ni equivocarme
porque es octubre y nada
queda más que esperar del frío
o del canto.
*Selección del libro (inédito) De natando y otras criaturas de la costa