La literatura es huérfana y marginal. Nació a resueltas de una siega de carácter histórico —la huida de los dioses— y lleva consigo la marca de esa horfandad: su imposibilidad de ascender, por genealogía, hasta el lugar seguro de la sangre donde el patriarca le diría quién es. Si el padre es la casa segura del sentido, la piedra de arraigo y contención, la literatura no tiene lugar al que volver sin tropezar en el camino.
Lo suyo es la errancia, la deriva. ¿Pero errar hacia dónde? Tampoco en línea descendente, porque su imposibilidad de ir hacia arriba en busca de sentido ha inhabilitado también el movimiento contrario, al quedar anulada toda lógica de traslación vertical. Como no lo tiene, como no lo ha recibido, tampoco tiene manera de donar sentido, por no saber cómo se hace.
La literatura, al fin, no tiene padres ni hijos. Una falla de origen la vuelve soberana. Sin embargo, por la misma imposibilidad de encontrar un sentido adonde detenerse y establecerse, su vagabundeo se vuelve impenitente (su sonambulismo, más bien, desde que la literatura nace en lo profundo de la noche de los tiempos, y deambula al mismo tiempo que sueña).
Horizontal y errante, vagabunda hacia los costados, como el linyera que nunca bajó ni subió por edificios, no porque se prohiba su ingreso sino porque aquel modo de desplazarse, en cubos metálicos que suben y bajan, le resulta antinatural, por paradigmático. O como una oración escrita.
Esa es justamente la primera forma que el vagabundeo horizontal de la literatura adoptó: la escritura, cristalizando en géneros como la novela, el cuento, el poema. Aunque en ellos haya construido doctrina, la literatura no tardaría en hacer su desembarco en géneros mayores, donde la presencia de una tradición se hace patente desde el principio: la filosofía, la ciencia, la historia.
(Así como, según lo ha señalado Borges haciendo escuela de marginalidad, el escritor argentino puede apropiarse de cualquier tradición, restándole las convenciones supersticiosas a las que dichos linajes están sujetos, de la misma manera la literatura puede ir y venir de los grandes discursos: con la irreverencia de la escritura).

En suma, al nacer huérfana, al carecer de esencia, la literatura necesita de otro discurso para materializarse. ¿De qué manera? Mudando a ese discurso su dimensión original: la ausencia de sentido, el deambular horizontal y vagabundo que la constituye. Se diría que parasita ese discurso, desde que lo habita para vivir de sus fuerzas, lo debilita con el misterio que representa, volviéndose así patente, más fuerte.
Entonces, no es que la literatura hace que aquel discurso, cualquiera sea, venga hasta ella en busca de una explicación de sí misma (por esto se reconoce a la mala literatura, la que depone su soberanía para ganar un sentido, la que no tolera su inesencialidad constitutiva, cristalizando en general en una “literatura del bien”, de buenas personas), es al revés: la literatura va hasta otros discursos para mostrarles el sentido siempre postergado en el que lo suspende la escritura, mostrándole su falla.
Lo porpio de la literatura es casarse, prodigándose al hacerlo. O lo suyo es encarnar, o transmigrar más bien de cuerpo en cuerpo. Hasta enconces estará suspendida, sustraída del mundo material como un fantasma, en estado de merodeo y de asechanza. La literatura: siempre sospechando.
Hoy vuelve a asomarse, a erguirse de a poco en un nuevo cuerpo, para mostrarle sus superticiones, su convención, sus fallas. Ese cuerpo es el del cine.
[continuará]