Pronunciamiento

El olor de las rosas todavía aguanta en el aire. Ella se incorpora en la cama y descorre la cortina por la que se cuela el sol de la mañana pero, por más que otee, afuera no quedan rastros. El patio de tierra, los campos más allá, el horizonte: verdes, negros y marrones, apenas unas pizcas blancas del jazmín que ha empezado a florecer junto a la casa.


A lo primero se había escuchado un sonido leve, un golpeteo cada vez más denso sobre las chapas del techo. Ella se puso a mirar la lluvia desde la puerta y después se zambulló en el torrente de rosas y pimpollos y pétalos sueltos que bajaban desde el cielo. Sintió cómo las tersuras livianas le acariciaban la cara, hundió las manos en la blandura del colchón que se había formado delante de la casa y hasta donde daba la vista, se acostó y giró hacia un lado y hacia el otro. La dulzura del olor se le impregnó en la ropa, en el pelo, en las manos. Las medias se le mancharon de rosados y rojos. La tía Amada la espera en su casa con el desayuno listo. Tostadas hechas sobre el calentador a querosén y mermelada de naranjas. La leche tibia en un tarro de aluminio abollado pero reluciente por la friega de las manos de la tía.


–Tía, viste que llovieron flores.


La tía no recuerda bien así que ella le habla de las rosas que cayeron en cataratas desde las nubes. Aunque hay algo que no entiende: cómo es que no ha quedado ni una sola, ni siquiera un montoncito de pétalos, cómo es que se han esfumado si eran tantas y habían cubierto el pueblo y los campos.

La tía arma un cigarrillo. Una medida de tabaco, el papel de liar y después la saliva para que pegue. –Ah, sí, me había olvidado –dice la tía mientras entrecierra un ojo y chupa de la boquilla–. Te cuidé una rosa, Lelén. La tía se levanta y el humito del cigarrillo la sigue bailoteante en el aire. Blancanieves, la gata blanca y peluda con un ojo azul y el otro amarillo, se le va envolviendo entre las piernas. Al rato la tía vuelve y le alcanza la rosa. La flor tiene rocío en los pétalos y desprende el mismo perfume que había en la lluvia. En los veranos en que el sol recalienta la tierra y el cielo apenas escupe de vez en vez una lluviecita que da lástima, con la tía Amada, después de la siesta, toman mate bajo la enramada y no falta que vean pasar un remolino por el camino o meterse hacia el jardín de la tía o cruzar por el campo de chircas hacia lo de los Domínguez: un jirón de viento que se enrosca y levanta un torbellino de tierra y hojas. La tía Amada se carcajea bajito y dice siempre:


–El diablo anda bailando.


A ella le parece que el diablo que nombra la tía, ha de ser un diablo muy joven, y alegre, y ágil. Y le vienen ganas de sumergirse en el remolino y tender las manos hacia adelante y que el diablo se las agarre y los dos juntos puedan bailar, y dar vueltas, y saltar a lo loco y largar risotadas y pasarle cerca a la tía, para que la tía festeje aún más y vuelva a decir que el diablo anda contento y bailando.


Chocha dice que el diablo castiga cuando uno hace cosas malas. Que por eso hay que rezar todas las noches y pedirle a Dios que nos ayude a ser buenos.


La tía Amada nunca habla de Dios, ni de rezar ni de ir a misa. Y al diablo lo nombra cuando ve al remolino, y lo nombra no con el ceño fruncido sino con los ojos chispeantes y la boca contenta. Hay un cuadro en la pieza de la tía: es Santa Rita, con una espina clavada en la frente sangrante. La tía le ha dicho que esa espina se le clavó a la santa alguna vez que anduvo por el monte juntando frutas de tuna, pero Chocha opina que a esa espina Santa Rita la sacó de la corona de Cristo, para sufrir también ella. La cara de la santa, que asoma por la cofia, es hermosa. La piel rozagante y unos ojos grandísimos que miran hacia arriba como haciéndole al cielo una pregunta que a la santa la tiene desvelada. Los labios son rojos y jóvenes, y Santa Rita abraza un montón de rosas frescas y bellas como las de la lluvia que ella y la tía vieron caer.


En la habitación de Blanco y Chocha, a la cabecera de la cama hay un Cristo crucificado. Una cruz marrón, y en el centro ese hombre escuálido, con la cara demacrada, las costillas a la vista y la cabeza caída como la flor de una planta a la que nadie riega. En la frente la corona de espinas, tejida con ramas secas y oscuras. Después de Pascuas, Chocha renueva el ramo de olivos bendecido por el cura, y lo vuelve a atravesar por detrás de la cruz. Al olivo que se quita hay que quemarlo, hasta que cada hoja y cada tallo queden convertidos en el polvo gris de la ceniza.


–Es sacrilegio tirarlo –dice Chocha.


Al lado de la cruz han colgado un mural con una foto de Nené. Las piernas enormes y amoratadas, gruesas como dos troncos de árbol. La hinchazón sobresaliendo por los zapatos a la altura de los tobillos. El vestido estampado que no dibuja ninguna cintura. Las pulseras incrustadas en la carne del antebrazo. El gesto de empacada y los ojos un tanto bizcos que miran hacia la cama donde duermen sus padres. Cuando Nené vivía, las palabras nacían de su boca con dificultad, se mezclaban demasiado fácil con los sonidos que las rodearan. La palabra mamá se entreveraba con el chillido de la olla a presión donde se cocía el mondongo. La frase tengo hambre se metía debajo de los ruidos a motores de las maquinarias que regresaban del campo. Su risa se diluía en el cloquear de las gallinas en el fondo de la casa. Solo su cuerpo se recortaba obeso y definido en medio del mundo. Y a veces una rabieta, un enojo, cuando por su bien le negaban más comida, hacía que un grito suyo cuarteara el aire y que la casa de los Miyard se detuviera por un largo instante.


Cuando en mitad de la noche se desata tormenta, su madre la despierta y corren al rancho del tío Neri. El tío ya está levantado cuando ellas llegan, y en su cara no hay huellas de la ginebra o el vino, aunque esa misma noche se haya acostado con una mamúa de esas que hacen lloriquear a la madre. El tío prende velas y una lámpara. Siempre que hay tormenta el pueblo se queda a oscuras y a veces hasta el amanecer. El tío habla poco, pero en esas noches, mientras afuera el vendaval azota a las moreras, se le da por contar cosas. Como lo de la lluvia de pescados que cayó sobre un pueblo alguna vez. El tío no está muy seguro de si eran sábalos o tarariras o bagres, lo que sí sabe es que eran unos pescados grandes, y que había algunos que todavía movían las aletas y pegaban unos saltos y se escabullían de las manos, como si hasta recién hubiesen estado en el arroyo o el río o si como la nube que los arrojó les hubiese hecho en su panza una laguna donde acobijarlos. Al tío se le forma una expresión de alegría en los ojos cuando habla de esa lluvia, y la mira a ella y le dice:


–Así que estate atenta, Lelén, que en cualquier momento nos cae un pescado en el techo.


Y ella juega entretanto con las cenizas de la cocina a leña, las mezcla con agua y fabrica brebajes y comidas para sus muñecos, pero mantiene los oídos alertas para avisarle enseguida al tío si uno de esos pescados les cae sobre el rancho.


Por la cara y las contestaciones de Blanco a Chocha es fácil adivinar si la sequía ya va para muy largo, si llueve demasiado o si está lloviendo en fecha y bien como debe de ser. Y ni hablar si ha caído una granizada justo antes de la cosecha. Uno puede ver en su voz, en sus ojos, en sus zancadas, al trigo destrozado, los brotes de sorgo podridos, el maíz quemado por el sol o, si hubo suerte, a los campos con el lino florecido de punta a punta y a los arrozales ondeando con lozanía entre las taipas de agua.


Chocha siempre asiente cuando habla Blanco. Y asiente también cuando Blanco le dice que no, Lelén. No llueven flores. A eso lo soñaste.


En las épocas de lluvia hay que abandonar los zapatos y andar de botas de goma. Es la única manera de que no se arruinen los calzados y que los pies se mantengan secos al caminar por las calles del pueblo. Cada gurí llega a la escuela y se saca las botas y se las cambia por las zapatillas que trae colgadas de los cordones. Desde el otro lado de la calle, las hileras de botas parecen flores que han brotado a lo largo del patio de entrada: amarillas, violetas, azules, rojas, anaranjadas. De algunas botas asoman los pliegues arrugados de una bolsa de nailon: son las que ya les quedan chicas a los pies que las calzan. Así, con la bolsa, un buen espolvoreo de talco y bastante fuerza, el pie se mete, aunque después los dedos tengan que agarrotarse en la punta. En el verano casi ningún chico usa botas de goma, por más mucho que llueva. Para chapotear en los charcos y en las cunetas los pies descalzos alcanzan. El barro se escurre entre las comisuras de los dedos, y si a la noche no hay un buen cepillo con mucha agua y jabón, las uñas siguen ribeteadas de ne gro. A ella le gusta pararse como una cigüeña quieta en medio de las alcantarillas. Mirar cómo los cardúmenes de renacuajos chocan contra sus tobillos y aguantar el miedo y las ganas de lanzar un alarido y salir corriendo cuando una culebra de agua le pasa ondulante entre las piernas.

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*Fragmento de la novela publicada por editorial Caballo Negro.

*Belén Sigot nació en Pronunciamiento, Entre Ríos, en 1979 y reside actualmente en Concepción del Uruguay.  Obtuvo el Premio Itaú de Cuento Digital 2014 (jurado: Marcelo Figueras, Alejandro Zambra, Roberto Echavarren). Publicó en formato digital Entre las chircas (La colección, 017). Publicó Vacas (Editorial Municipal de Rosario, 2018), con la que obtuvo el primer premio en el Concurso Regional de Nouvelle EMR 2017 (jurado: Vera Giaconi, Alan Pauls y Luis Sagasti).