Comienza la función de School privada Alfonsina Storni en el contexto del 25° BAFICI en el Cine Gaumont. Después de una pequeña introducción sobre la situación del demoledor contexto argentino actual “no sabemos qué va a pasar con la sala la semana que viene”, el productor de la película le alcanza torpemente un micrófono a la directora y montajista, Lucía Seles, quien comienza con la lectura de una serie de anotaciones que atesora en un cuaderno de espirales junto a una botella de pepsi.
Quiero ser exacta. La escena es incómoda. La voz aguda de Lucía, su posición corporal encorvada, la mirada esquiva; no obstante, el hielo se rompe instantáneamente. Dos o tres frases y el público relaja los omóplatos… comienza a reír. “No sé por qué le tienen que decir performance a hacer lo que una ama”, dice. La última de estas anotaciones habla de un error de dicción a la hora de pronunciar la palabra asperger. Retengo este término.
El video, palabra que usa la directora para llamar a su película de poco menos de tres horas, tiene como premisa la siguiente situación: una escuela privada venida a menos se ha quedado sin directora. Ahora bien, más allá de los vericuetos que lógicamente se presentan ante tal escenario ¿quién ocupará el puesto?¿cómo se articulará el tejido social tras el cambio de autoridades?; el foco de la película está puesto en el lenguaje que se utiliza para desarrollar el conflicto. El lenguaje cinematográfico, que intercala a la narración pasajes de un escrito o poema; el lenguaje, entonces, poético en toda su extensión, con palabras en inglés y ningún respeto por las normas gramaticales; el lenguaje de los personajes que hablan en español: chileno, español, rioplatense. El lenguaje en toda su extensión de posibilidades desde la imagen hasta la palabra. Tres condimentos importantes que se suman a esta sazonada mezcla: la tartamudez, la precariedad y la torpeza (nociones centrales de la lengua poética) que tuercen la realidad de los personajes hasta hacer de la comunicación, no sólo un punto de llegada imposible, sino innecesario.
El hábitat en común de los personajes, un entorno educativo francamente en decadencia, es ideal a la hora de plantear la siguiente paradoja: todos los personajes se conocen mucho, pero no tienen lazos afectivos que les permitan construir una sana intimidad. Por ejemplo, la preceptora le dice a su novio algo así como: “ahora me tengo que ir, porque yo nunca le había regalado un cuaderno a nadie”. Hay un intento de cercanía, pero es un intento vano.
Si bien los personajes parecen no poder, a pesar de sus esfuerzos, relacionarse más que superficialmente, no dejan de demostrar interés por el otro. Una necesidad de establecer un diálogo. Por ejemplo, en la escena en que la profesora de inglés le pregunta al novio de la preceptora cómo es tener una novia. También, cuando el chileno se acerca a diversos personajes para hablarles diciendo “yo nunca he tenido un amigo, así que estoy dispuesto a todo”. Y en este sentido retomo la palabra que me quedó resonando desde un principio: asperger. Es como si todos los personajes de la película tuvieran un grado de autismo. Sin ánimos de patologizar, en un mundo en que la torpeza vincular es cada vez más acentuada y tras la experiencia de compartir risas y angustias con otros espectadores del video, puedo decir que es muy pertinente construir identidad de personajes de ficción desde ese lugar. Estará demás decir “cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia”.
Este tartamudeo, esta vacilación a la hora de reunirse con el colega, el vecino, aquel a quien recuento hace años, no es sólo la característica de uno de los personajes, sino de todos ellos. No quiero que se me malinterprete. Cada personaje es único, singular y de hecho la trama de ellos se va complejizando hasta poner en escena un pequeño auditorio de miembros de la school. El espectador no encontrará dificultad en identificarlos. Pero todos comparten, en diferentes grados, el hecho de estar imposibilitados a la hora de construir una afectación sana con el afuera. Cada uno de ellos lo expresa de diferente manera. Iván, por ejemplo, por medio de la crueldad.
Los hilos que tensarán la película se presentan, ordenadamente, antes de los primeros créditos: un niño anda en patineta estrepitosamente, los profesores discuten sobre la vicedirectora, la preceptora y su novio comparten auriculares, etc. En este sentido, podemos decir que es una película fragmentaria, hecha de pinceladas, retazos, fragmentos; pero que estos fragmentos están sistemáticamente ordenados. No hay ningún hilo que quede suelto. Y creo que es esto lo que produce un efecto de catálisis que desencadena la risa. La recursividad de los materiales con los que se trabaja. Cada obsesión, cada detalle, lleva a algún puerto, un desenlace posible. No sólo es una película completa, sino un telar cuidadosamente enhebrado. Podrá ser intencionalmente kitsch, de una marginalidad urbana, pensada con una vincularidad imposible, engolosinarse en detalles como el carrito de supermercado de una señora, un envoltorio de regalos, estatuillas de iglesias, lectura de listas de premisas. Si el personaje de un chileno habla sobre mentas en los rieles del tren, vemos unas mentas en los rieles del tren. Si el personaje del guardia de seguridad habla de un tatuaje en blanco y negro de un autobús, más adelante veremos al mismo personaje pintando el tatuaje que tiene en su mano. Podrá ser todo eso, pero también es una pieza audiovisual capaz de sacudir al espectador hasta lugares de su interioridad llenos de polvo.
Considero que plantear la imposibilidad del vínculo social, en este mundo esquizoide que hemos construido a fuerza de desinteresarnos por el otro es un acto de saltar al vacío. Más aún hacerlo en un contexto en que muchos de nosotros no estarán dispuestos a sostener al cuerpo en caída libre. Sin embargo, me gustaría ser ese colchón para que obras con este calibre desde el lenguaje que plantean, hasta la problemática que se entrevera en sus conflictos sean atendidas con la devoción que se le debe a una experiencia nueva. Lucía Seles demuestra que no hace falta tener un póster, atenerse a claves de género, ni prácticamente respetar ningún supuesto para hacer un gran video y provocar en el otro un abanico de emociones difícilmente olvidable.