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Sobre el libro Nunca nada termina, de Esteban Ameriso

“No hay tiempo para otra cosa 

cuando se está frente a una hoguera 

rodeado de rostros anhelantes”. 

Betina González – Cómo convertirse en nadie

Los cuentos de Esteban Ameriso tienen muy pocas cualidades, y esa es una cualidad en sí misma, la más importante. Porque son cuentos cortos, como le gustaban a Hemingway. No tan breves como Un cuento muy corto (París, 1924) que cuenta una historia genial en ocho párrafos, pero sí de una brevedad respetuosa que permiten leer uno -o varios- antes de ir a dormir, en la sala de espera de un hospital, en la cola del banco, en un parque mientras se espera a un amigo impuntual, en el colectivo yendo al trabajo, etcétera. Los ocho cuentos que componen Nunca nada termina (un libro de 14 por 20 centímetros) se despliegan en sesenta y dos páginas, es decir, un  promedio de casi ocho páginas por cuento, aunque algunos son más breves que otros, todos respetan una cierta estructura clásica, una poética y una coherencia narrativa.

Vamos por partes. Lo primero, la estructura clásica de los cuentos está regida bajo la importancia de las acciones, los personajes no son descritos, son personajes que se hacen en la acción, bajo el efecto de ciertos ambientes, en el roce de la conversación. Eso hace que los ojos del lector bailen con las oraciones, que avancen en cada verbo, que sientan el placer de cada hecho enunciativo. Los cuentos de Esteban Ameriso no son cinematográficos, son cuentos teatrales, tienen la posibilidad de interpretarse en una sala a oscuras con un buen equipo de iluminación y un grupo de actores. Y sólo con esa pequeña cuota de artificios podrían ser pequeñas obritas entendibles y, por ende, disfrutables.

Lo segundo, la poética de los cuentos está construida en las relaciones que cada personaje principal tiene con los demás. Tomi por penales es la relación de un niño con un amiguito, con una pelota Tango, con su hermano, con el fútbol, con la televisión, con la pérdida temprana en un momento donde uno no está preparado para perder nada. En un mundo de percepciones fugaces, donde todos los eventos son consumibles, la pérdida de la centralidad en la literatura es un beneficio para quienes leen.

Pibe, un cuento hecho en el presente que está hecho de recuerdos, un cuento que está hecho de la poética de una relación entre un nieto y un abuelo, un cuento hecho de indeterminaciones, porque si hay algo que disuelve a uno mismo es saber que los padres de uno también fueron hijos, que uno es hijo de hijos, y que también ahí en la vejez, en ese lugar que nadie quiere mirar a los ojos, está el comienzo de la vida.

Arrobas del Paraná es un cuento increíble porque el mismo cuento es un cuento en sí, un pedacito de futuro que viajará en un sobre para una persona que quiere hacer de su voz que ya es un poema, un archivo, un grupo de hojas impresas, unas arribas de las otras, formando una próxima estación, una salida del círculo de una vida que es tranquila, que es hermosa, pero que no alcanza, y por eso, la literatura se hace ahí, en ese lugar donde el vacío no se llena.

Ser otro es un cuento raro, tal vez, el que más desencaja en el libro, pero al desencajar se transforma en una pieza clave porque es un cuento que habla de lo difícil que es ser otro, y también lo ajena que se vuelve la conquista ajena cuando la competencia lo único que pide es que dos se peleen por ocupar el mismo lugar, es un cuento donde la experiencia se desordena y todo lo que uno cree que está dado por sentado, de una elección a otra, da vuelta la verosimilitud del destino.

Andréi es un cuento hecho con pedacitos de un barrio rosarino, un relato donde los ojos de un inexperto ven en un extranjero toda la historia de la humanidad, ven un tipo extraño la seducción de la experiencia, un cuento hecho de alguien que necesita que le cuenten una historia, porque al fin y al cabo, este libro, es para ese estilo de personas, para quienes leen en búsqueda de que alguien les cuente algo distinto.

Las cajas es un experimento y también el cuento donde está la frase que es título del libro, nunca nada termina puede ser la síntesis de lo que es una experiencia literaria, lo que pasa cuando uno busca leer o busca escribir, porque cuando algo de eso que sucede se transforma en ficción, cuando se lee ficción, cuando se la escribe, que es lo mismo, lo que pasa es un poco eso, las palabras que entran por los ojos se pierden y uno no sabe a dónde van a alojarse, las que salen por las manos quedan escritas pero uno no sabe de dónde vienen.

Monte San Miguel es un cuento perfecto porque no dice lo que pasa porque no intenta romper el silencio, porque el narrador se mete ahí, en donde lo que duele no suena, no hace voz, no hace eco. Es un cuento hecho en el tramo de colectivo de una ciudad grande a un pueblo chico, un cuento que cuenta las intenciones de un joven por ser un poco más que las paredes de esa casa que todavía extraña, entonces, ahí en ese ir y venir, en esos movimientos ansiosos que alguien hace cuando entra al cuarto de su infancia y todavía quedan juguetes por guardar y cosas por resolver.

Potrerillos es el último cuento, un diario personal que se transforma en una historia de amor, un viaje con amigos que se desarma en una decisión de vida, una tranquilidad en la que irrumpe lo indescifrable, el sueño del pibe, prestarle una campera en un fogón a una chica a la que le brillan los ojos más que a las estrellas, y entonces, con ese sabor dulce de las decisiones apuradas, de las que transforman la vida para siempre, termina un libro que está hecho como la historia de un enamorado, en la subversión de la última hoja, esa que Barthes retoma en Fragmentos de un discurso amoroso, esa que tiene que caer del árbol para que el amor surja, esa que tiene que terminar el libro para que el libro sea.

La tercera y última cualidad de este libro es su coherencia narrativa, eso que hila a los cuentos, no por lo que cuentan, no por lo que dicen, tampoco por lo que están hecho, sino por cómo es que se tratan las historias, ¿cómo se lee un libro?, un libro se lee con los libros que se leyó antes, con los libros por venir. Al terminar Nunca nada termina de Esteban Ameriso, empecé a leer ¿Cómo convertirse en nadie? de Betina González. 

Si alguien creyera que mi vida se basa en los títulos de los libros que leo, podría creer que estoy bajo los efectos de una crisis existencial o un experimento sartreano de transformar a la nada en un motor vital. Lo cierto es que no estoy en ninguna de esas dos empresas aunque la segunda me seduce. Se podría decir que el libro de Betina me ayudó a entender el libro de Esteban. Creo, igualmente, que no cambiaría el orden en el que sucedieron.

En el segundo título de los ensayos de Gonzalez, “Esto no es un cuento: qué enseñamos cuando enseñamos ficción” ella dice que los cuentos se miden por sus efectos porque “la lectura de un cuento no debería dejarnos indiferentes”, pero más lindo todavía es cuando empieza a deconstruir distintas elaboraciones sobre el cuento como género, como maquinaria, como reloj: por un lado, habla de la tesis del cuento de Piglia (el cuento es un relato que encierra otro secreto) y por el otro es el principio del iceberg de Hemingway (por cada parte que vemos hay siete octavos debajo del agua). 

La autora utiliza ambas nociones para hablar sobre qué es lo que hace que un cuento sea un cuento. Un cuento es un cuento cuando la parte que no se ve aflora al terminarlo, cuando deja una sensación de vacío para que el lector juegue con él, un cuento es lo que no se ve pero que el autor conoce, un cuento se juega en lo desconocido.

Los cuentos de Esteban Ameriso, cuentan distintas historias y lo que no se ve, lo que no se dice, son los que lo constituyen. Ahí hay un trabajo de edición, hay una apuesta narrativa y esa apuesta narrativa deja al lector jugando con el sentido, con las posibilidades del significante. Los cuentos de Ameriso se juegan en sus vacíos porque uno puede imaginar entre las palabras con los que están hechos.