Leer algo escrito por César Aira es una fiesta descomunal. En la nouvelle–novela–relato El divorcio (Mansalva, 2010) nos vamos a encontrar con una historia donde la cámara-lapicera de Aira empieza con el enfoque de un personaje que es abandonado pocas páginas después para apuntar el lente en otro nuevo. El truco es hipnótico pero sutil.
Las especulaciones van bordando el papel; los hilos con que se estampa la obra cambian de tintura párrafo a párrafo y apenas nos enteramos de un episodio en la vida de los personajes, Aira mueve la aguja a otro sector de la tela, apunta el arco y la flecha en otra dirección. Mientras leía mi mente era un estadio con 60.000 personas delirando de euforia. ¿Cómo puede darse tanta grandeza?
Una mujer de hielo, una divinidad hindú casi enana, es paseada en auto por barrios de Banfield, un escultor pobre vive en un galpón de Quilmes pero que jamás hizo una escultura, un tipo ingresa a un club de investigadores de la teoría de la evolución, Palermo Soho, un incendio de una escuela de campo y el intento surrealista de escapar del lugar en llamas, una especulación sobre Borges, un asesinato fallido, una mujer que asume como gerenta en una mega compañía y toma decisiones leyendo un manual de gestión de empresas que después es buscado por un grupo de ex empleados de la compañía. Teorías sobre el amor, tres planetas Tierra, apuntes sobre la economía argentina del comienzo del siglo XXI. Veo algo de El Aleph en esta creación de Aira.
Y seguramente está el método de composición que él mismo describió: ir siempre para adelante, no volver, no corregir, en todo caso arreglarlo en las páginas siguientes. Pienso que esto es posible por su libertad extraordinaria para decidir e inventar.
¿Cómo la mezcla de una birome, un cuaderno y una mente pueden crear algo tan sublime?