Superpoderes

Paraná de noche es como un VHS viejo. Todo tiene una luz amarilla como una barrita de azufre.

Los pibes entran y salen de los contenedores de basura con terrible agilidad. Una mujer sostiene a un bebé mientras abre la tapa azul del tacho enorme.

Pasan colectivos vacíos.

Hay unos perros sueltos siempre en todos lados.

Dos fisuras se pelean en la peatonal oscura.

Una pareja se da la mano al cruzar. Un auto los encandila.

Amigxs se ríen y caminan con termos y mates por una vereda rota.

Un pibe en una moto chequea el celular mientras espera la luz verde del semáforo.

La Municipalidad tiene neones azules. En la puerta de la Catedral hay un policía.

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Anoche salí a encontrar a otrxs en la misma que yo. Ni siquiera era una cosa colectiva, para mí, era una necesidad individual.

Unas 30 o 40 personas en una plaza de Paraná. Algunxs con pequeñas cacerolas hacían ruido entre los edificios de la Casa de Gobierno, el Consejo General de Educación y el Superior Tribunal de Justicia. Todos vacíos y cerrados.

Estaba el móvil del Once.

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En Buenos Aires, Felipe volvió a la casa con dolor de cabeza por los gases lacrimógenos.

Desempató una vicepresidenta fan de Videla, votada por la mayoría de lxs argentinxs (muchxs la votaron tres veces).

Una senadora de Tierra del Fuego dijo que el presidente es un “enfermo mental”.

Una señora en la tele dijo: “Le dieron superpoderes a Terminator” y me pareció una frase increíble. Poesía.

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El gobernador festejó que los tres senadores entrerrianos votaron a favor, incluído el peronista. Los felicitó (y se autofelicitó).

Y hablando de peronistas, ¿dónde van cuando pierden una elección? Vuelven al llano, dicen. Pero nunca a la calle.

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Tengo ganas de romper todo pero me rompo yo.

Tengo que levantarme temprano para trabajar.

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Antes de la votación una chica canta “Quiero despertarme en un mundo agradable…”.

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Hay una recesión económica pero también espiritual. Una insensibilidad general, una crueldad normalizada, necesarias para aprobar una ley como se aprobó: con la represión afuera del Congreso y los negocios adentro.

Un modelo que necesita la violencia para imponerse. Y todo eso de “la patria es el otro” y “el amor vence al odio” ya fue.

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Con Julián nos sentamos en el cordón de la calle tomando unas latas, metiéndonos de a poco en una nube de palabras. Me pregunta y ahora qué, cómo se da vuelta. Le digo que creo en la desesperación de los desesperados y que estoy leyendo El niño resentido, de César González.

Vamos a un bar y después al río, que tiene el olor de todo lo podrido de la humanidad. Cada vez que dudamos si seguir tomando o no, decidimos que sí, porque es un momento histórico. La última noche de un país.